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Revista Filipina, Segunda Etapa. Revista semestral de lengua y literatura hispanofilipina.
Invierno 2107, Vol. 4, N
úm. 2

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PDF: Una muerte en Tianjin
PDF: RF Invierno 2017


UNA MUERTE EN TIANJIN

EDMUNDO FAROLÁN



1

     Era ya muy tarde, casi las dos de la mañana, y estaba solitario el Bar Alibaba, excepto por un viejo canadiense que estaba todavía sentado a la sombra de las ramas falsas de un embellecido árbol de navidad situado debajo de una bicicleta colgante. El camarero y la camarera, dentro de la barra, sabían que el viejo estaba ya casi borracho. Era un buen cliente, pero sabían que si se ponía demasiado borracho, se marcharía sin pagar la cuenta. Así que, por lo tanto, vigilaban el reloj.
     —¿Sabes que la semana pasada trató de suicidarse? —comentó la camarera.
     —¿Por qué? —preguntó el camarero.
     —Parece que se sentía desesperado.
     —¿Y?
     —No pasó nada.
     —Probablemente se sentía triste y solo.
     —Pero dicen que es un ricachón… que tiene mucho dinero.
     
El anciano que se sentaba en las sombras golpeaba la mesa. El camarero se acercó.
     —Otro pijo —dijo.
     —Usted está borracho —dijo el camarero—. El viejo le echó una mirada severa y el camarero se marchó.
     —Ése se quedará aquí hasta que se emborrache completamente —dijo a la camarera.
     —Tal vez empezaré a apagar las luces. Tengo mucho sueño.
     El camarero le trajo el pijo y dijo en chino para que el viejo no entendiera: —“¡Deberías haberte suicidado!”
     —Gracias —contestó el viejo.
     —Parece que está ya borracho —dijo la camarera.
     —Él bebe aquí todas las noches.
     —¿Por qué quiso matarse?
     —No sé. Le oí anoche quejándose con sus amigos sobre su esposa, a la que llamaba “Godzila” y que gastaba todo su dinero.
     —¿Cómo trató de suicidarse?
     —Se colgó con una cuerda.
     —¿Quién lo descubrió?
     —El escocés, su vecino, que vive al lado. Oyó algo raro y rompió la puerta de su apartamento.
     —¿Cuánto dinero tiene?
     —Muchísimo. Es muy rico.
     —Él debe tener 70.
     —No, sólo tiene 60 años.
     —Bastante joven para matarse.
     —Tal vez no tiene por qué vivir.
     —Espero que se vaya pronto. Nunca consigo acostarme antes de las cuatro de la mañana. ¡Madre mía, qué tipo de vida es esta?
     —Él no tiene a dónde ir. Vive solo aquí en Tianjin.
     —Pues yo no vivo solo. Tengo a alguien que me espera en la cama todas las noches.
     —Tal vez le podrías sugerir que consiga a una prostituta.
     —Una prostituta no le serviría para nada.
     —¿Por qué?
     —Está muy borracho y además, es demasiado viejo.
     —Yo no quiero llegar a viejo. Ser viejo es repugnante.
     —De todos modos, este viejo es limpio. No es un cochino. Bebe sin derramar nada. A diferencia de aquel australiano que estuvo aquí más temprano. ¡Qué tipo!
     —El escocés es bastante chulo. Es un tipo tranquilo. Se sonríe y bebe su pijo sin hablar mucho.
     —No sé cuando se va a ir este viejo. No nos tiene ningún respeto.
     El viejo llamó al camarero:
     —Otro pijo, dijo, señalando su vaso.
     El camarero, ya muy frustrado, hablando con aquel acento chino abrupto le dijo:
     —Terminado. No más esta noche. Cerrar bar ahora.
     —Uno más —pidió el viejo canadiense.
     —No. Terminado —el camarero limpió el borde de la mesa con una toalla y sacudió la cabeza.
     El viejo se levantó despacio, contó las botellas de cerveza, sacó su cartera y le pagó.
     El camarero y la camarera lo miraron dejar la barra y bajar la calle donde los taxis esperaban.
     —¿Por qué no le diste otra bebida? —preguntó la camarera.
     —Estoy cansado. Quiero irme a casa a acostarme. Tengo mucho sueño.
     —Pero una hora más no es mucho.
     —Hablas como una vieja. Él puede comprar sus cervezas en una tienda y beberlas en su apartamento. Venga. Vámonos. Deja de decir tonterías y cerremos el bar. Quiero irme a casa a dormir.
     Ambos dejaron el bar unos minutos más tarde. Al camarero le disgustaban los bares. Ahora pensaba nada más en salir de aquel bar humeante, ir a casa y meterse en su cama. Por fin, con la primera luz del día, se dormiría.


2

     —Pues sí… oí un ruido sordo —dijo el escocés en su acento fuerte de Glasgow—. Golpeé en su puerta y no contestaba. Pero supe que él estaba allí. Entonces oí los gemidos y algún sonido de su garganta. Supe que algo no estaba normal, así que rompí la puerta y vi que colgaba del techo.
     —¡Dios mío! —exclamó su amiga Sara, la maestra de Inglaterra—. ¿Que sucedió después?
     —Me apuré a cortar la cuerda y lo bajé. Estaba muy pálido y jadeaba por la falta de aire. Le di un vaso de agua.
     —Llamaré una ambulancia —le dije.
     —No —me contestó, jadeando débilmente por el aire que le faltaba—. Estaré bien.
     —¿Está seguro de eso?
     —Sí… seguro… estaré bien.
     —¿Por qué lo hizo?
     —Mire, déjeme solo. Quiero estar solo.
     —Bien, muy bien. ¿Seguro que estarás bien?
     —Sí, sí, estaré bien, muchas gracias.
     —Dejé el cuarto. Dejé al anciano solo. Me fui después al cuarto del escritor, próximo al mío y golpeé en su puerta. Abrió la puerta.
     —¿Qué sucede, hombre? Pareces agitado.
     —Acabo de venir del cuarto del anciano. Trató de matarse.
     —Ya lo sabía. Tuve una premonición que haría eso.
     —¿Por qué?
     —Tiene sus problemas. Bebió todo el día y toda la noche. Estuve con él el otro día en Alibaba y le pregunté si quería regresar a casa y me dijo que no. Quería tomar unas cervezas más antes de regresar a su casa.
     —¿Sabes si toma alguna medicina?
     —No sé. Pero él comenzó a actuar algo loco estos últimos días. Hacía chistes que no tenían sentido y sólo él se reía. Nadie se reía, porque a ellos no les parecieron graciosas las bromas que hacía. Le miraban sin reír.
     —Sí, es verdad. Hacía unos chistes sádicos acerca de sus estudiantes. Los estudiantes contaban que iba a su aula borracho, tarareando una canción de los Beatles y los estudiantes le olían a alcohol. Y bromeaba diciendo: “Ésta no es la clase de Estadística; ésta es la clase de Sadística”. Entonces se reía fuerte, según lo que me dijo un estudiante. Por supuesto, los estudiantes chinos no comprendían su chiste. Así que ellos no sabían por qué se reía.
     —No puedo culpar al viejo. Es de Canadá y tenía una casa muy cómoda y agradable en su país… Ahora, está aquí en este lugar horrible y deprimente, con cucarachas y hormigas por todas partes. Tiene que subir todos los días seis pisos para llegar a su cuarto, que parece una prisión.
     —Y si no estás acostumbrado a este modo de vivir, te puede matar. Cambiando el tema, ¿quieres venir con nosotros a Alibaba?
     —Pues, a falta de algo que hacer, ¿por qué no? Ya estoy aburrido mirando películas en DVD.


3

     Fin de semana en Alibaba. Las mismas “moscas del bar”, las mismas chicas chinas que esperan las bebidas gratis de los extranjeros… los fanáticos de fútbol que miran la televisión, gritando estrepitosamente cuando alguien hace gol. El escritor se aburrió con todo esto. Al principio le parecían interesantes estas personas: el norteamericano gordo, siempre inmaculadamente vestido, con su teléfono celular de alta tecnología y cámara, sacando fotos. Debía ser un fotoperiodista, pensó el escritor. De hecho tomaba buenas fotografías. Después estaba Sara, la chica inglesa. A ésta la encontró interesante. Era muy entretenida. Hablaba mucho, pero hacía esto porque el escritor prefería escuchar en vez de hablar. Los escritores son así. Prefieren observar y escuchar. Estaban también el abogado norteamericano y su mujer china; admiraba la agudeza del abogado. Los abogados son por lo regular listos. Otra mosca era el australiano, un empresario, un tipo amable. Y una maestra china-canadiense la cual era encantadora.
     Pero, después de algunas horas con ellos, el escritor se aburrió. Después de tomar dos cervezas con ellos, se excusó, salio y fue primero a la tienda de DVD que estaba en la esquina y después tomó un taxi. No podía decir “Universidad de Tianjin” en chino, donde estaba su apartamento. Así que tuvo que sacar una tarjeta de su bolsa con los caracteres chinos diciendo “Universidad de Tianjin” escritos en ella. El conductor del taxi comprendió y dijo: “Dwei”; es decir: “Entiendo”. Llegó a su residencia y subió las escaleras hasta el sexto piso. Pasó por el quinto piso para ver si su amiga alemana estaba. Golpeó en su puerta pero no hubo ninguna respuesta... “Es viernes. Ella debía estar fuera también”, pensó.
     Abrió la puerta de su apartamento, entró y llamó a Winner, a ver si estaba. Winner era una señora china en sus cuarenta. Ella escribía también. Se conocieron en Tanggu, a una hora por tren de Tianjin.
     —Hola, Winner. ¿Cómo estás?
     —Estoy un poco enferma.
     —¿Por qué? ¿Qué sucedió?
     —¿Recuerdas cuando viniste la semana pasada y tuviste ese accidente?
     —Sí, lo recuerdo.
     —¿Y estuvimos fuera en el frío esperando a la policía…?
     —¿Qué pasó entonces?
     —Pues aquella noche cuando llegué a casa tenía fiebre y tuve que permanecer en cama.
     —¿Te has arrepentido acerca de eso.
     —No, claro que no. Fue un accidente. Abriste la puerta y no te fijaste en aquella bicicleta que venía. Debes tener mucho cuidado aquí en China. Los conductores de taxi paran en medio de la calle y tienes que mirar atrás siempre antes de abrir la puerta.
     —Tienes razón. Tendré que ser más cuidadoso de ahora en adelante. ¿Así que mañana no podrás venir a almorzar conmigo, por lo que veo?
     —No creo. Quiero descansar. Quizá nos podríamos ver después del año nuevo.
     —Bueno, entonces llámame cuando te sientas mejor y podremos comer juntos.
     —Muy bien. Hasta luego.
     Ciao.
     Ella le mandó un correo electrónico al día siguiente y le preguntó cómo iba con su novela, porque quería traducirla al mandarín. Le escribió de nuevo diciendo que tardaría algún tiempo en terminarla.
     Winner le pidió que le diera permiso para traducir algunos de sus cuentos. Quizá lograría publicarlos en una revista literaria china.


4

     Mañana: Año Nuevo 2006. Su propósito para el año nuevo era terminar su novela. El escritor había venido a China por dos razones: primero, recibía buen sueldo como profesor universitario y, segundo, para buscar a su amor. Se acordaba de lo que decía su colega marroquí cuando enseñaba en aquella universidad en Rusia hacía dos años: “Hay sólo dos razones por las cuales los hombres se aventuran fuera de sus hogares: fortuna y amor”. El escritor consiguió lo primero. Pero él no podía encontrar aquel amor perdido. La mujer de Shenyang ya no vivía en Dalian —él había perdido contacto con ella. Volvió a Dalian para buscarla, pero no la encontró. Nadie supo lo que le sucedió a ella. Fue en el 2001. Aquella mujer de Shenyang estaba casada entonces, pero se enamoró del escritor.
     El escritor vino a China después de obtener su divorcio. Dejó Canadá muy amargado y quería olvidarse completamente de su mujer. Todavía estaba enamorado de ella, pero ella no lo aguantaba por su temperamento latino. “Crueldad mental”, fue la razón que su abogado dio al juez. Él no quiso refutarlo. Consiguió la mitad de la venta de su casa y salió de Canadá. Sólo quería olvidarse de todo. Y cuanto más lejos, mejor. Así que se fue a China y conoció a aquella mujer de Shenyang dos meses después de llegar a Dalian.


5

     El bar Alibaba humeaba con expatriados y uno de ellos era un español de Málaga. Enseñaba español en la Universidad Extranjera de Idiomas de Tianjin. Hablaba en inglés, pero con una entonación muy andaluza:
     —Soy parte chino, irlandés y español.
     —¿Cómo es eso? —preguntó el escocés.
     —Es una historia larga. ¿Quieren oírla?
     —Sí, como no —dijo Sara, la maestra inglesa de Yorkshire.
     —Mi abuelo… igual que yo… fue un explorador, un aventurero. Antes del Tratado de París en 1898, Macao, las Filipinas, Malaca, Guam, etcétera, formaron parte del imperio español y portugués. Así que él se aventuró al Lejano Oriente. En busca de fortuna y amor. Por suerte, encontró los dos. Se casó con mi abuela, una china de Macao —ahí entra la parte china en mi sangre—. Entonces se fueron a Filipinas, a Manila, donde trabajó para la Tabacalera.
     —¿Qué es eso? —exclamó el escocés.
     —Ah, bueno, era el monopolio español del tabaco en el Lejano Oriente. Pues mi abuelo hizo mucho dinero en este negocio y volvió a España con mi abuela. Mi madre nació allí. Estudió medicina durante la segunda guerra mundial y encontró a mi padre, un irlandés, que era médico en el ejército inglés. Se conocieron en Málaga, durante una conferencia, y se mantenían en contacto por carta.
     —Interesante y romántico —dijo Sara.
     —Entonces, después de la guerra, mi padre volvió a Málaga a buscar a mi madre, estando muy enamorado de ella, y por fin se casaron en Ronda, el pueblo de origen de mi abuelo. Ellos se asentaron en Madrid y yo nací allí.
     —Ajá, ¿por eso te gustan las chicas chinas, je? —preguntó el escocés.
     —Hombre, las adoro. No sé por qué, pero todas las mujeres me adoran y se sienten atraídas por mí, especialmente las chicas chinas.
     —No seas egocéntrico comentó Sara.
     —Me gusta el olor de las mujeres chinas. Quiero tocarlas, sentirlas cerca de mí, oír sus corazones golpeando, tocando su suave piel asiática.
     —Eres un romántico perdido —murmuró el escocés en español, en aquel acento difícil de entender.
     —Pues, en mi caso, son las españolas… sí, viví en Sevilla por seis meses. Oye, esas sevillanas…
     —Me voy de aquí —dijo Sara—. No me interesa participar en una tertulia de hombres —se levantó de la mesa y pasó a otra donde estaba Helen, una belleza china larguirucha.
     —¿Escribes novelas? —preguntó el español al escocés.
     —Pues sí. Ahora mismo estoy en la ciencia ficción. Hago algo conforme a “Guerras de Estrellas”. ¿Y tú, escribes?
     —Bueno, antes escribía poesía. Ya no lo hago. Todo lo que quiero hacer ahora es bailar y disfrutar de la vida, hacer el amor con las mujeres… Llámalo donjuanismo, hedonismo, no sé.
     —Sí, claro. Hay que disfrutar de esta vida.


6

     La Víspera del Año Nuevo 2006: KTV. Esto es el síndrome de la televisión de Karaoke heredada de Japón y es ahora una afición grande para todos los asiáticos. Ellos la toman seriamente. Para los habitantes del Oeste, es algo divertido. Hay que emborracharse realmente para pasarlo bien. Eva, Sara, el escritor, el gordo norteamericano, la mujer exótica china Jin-Jin, la prometida del australiano, el encantador chino-canadiense, Claudia, el español, el escocés…, todos celebraban la víspera en KTV, un bar karaoke. Al principio, todos se sentían incómodos.
     —Hace mucho calor aquí, peor que en los desiertos en Australia comentó el australiano que producía intensamente gotas de sudor en la frente.
     —A ver si podemos prender el aire acondicionado aquí —comentó el norteamericano gordo.
     Jin-Jin llamó al camarero que ajustó la temperatura. Jin-Jin era una mujer encantadora y el escritor fue atraído por ella. Era una mujer que no hablaba mucho, igual que el escritor, tipos callados, pero había algo en ella, quizás su exotismo que la hacía atractiva.
     Después de unas bebidas, los celebrantes se empezaron a sentir cómodos. Eso es todo lo que necesitaban: un empujón, el vodka Smirnoff mixto con el jugo de naranja, lo que se llama screwdriver; eso es todo lo que requerían para poder cantar. Sara bebía como una esponja: tomó primero tres botellas de Cerveza Carlsberg, pero de algún modo, ella mantuvo la serenidad.
     El español cantó La Bamba y había un debate entre el español y el gordo acerca de si la canción era española o norteamericana. El australiano, el escocés y el norteamericano empezaron a cantar We are the Champions y seguían con dúos de Sara y Claudia con canciones de Madonna y Britney Spears. En ese momento, Claudia se dio cuenta de la pérdida de su pendiente y no podía recordar dónde lo había perdido. Buscaron por todas partes del salón y no lo pudieron encontrar.
     Siguieron con más diversión a las 11:30. Todo el grupo se dirigió a la casa del chino-canadiense, en algún lugar, un área remota de Tianjin, en la “Calle de la Amistad”, o algo parecido. Allí bailaban debajo de las luces estroboscópicas y en las habitaciones de arriba, más karaoke. El español y las chicas jóvenes coqueteando mutuamente las unas con el otro, bailando al ritmo de una música hip-hop del flamenco… Todos se divertían. El escocés terminó su botella de Jack Daniels y fue afuera a fumar su puro Rey Eduardo mientras envolvía a Eva, la diminuta china, en su abrigo, mirando los fuegos artificiales que el chino-canadiense iluminó. Llevaba una gigantesca botella de Champaña de dos litros y medio y cada uno tomaba unos sorbos de la botella. Más luces artificiales y cohetes y todos besando y abrazándose los unos a los otros. Fue una noche de euforia. “El mejor Año Nuevo que he tenido”, comentó el español, mientras bailaba su flamenco hip-hop, lejos, lejos, en este lejano lugar, muy lejos de su sureño pueblo europeo, o del escritor, recordando las lluvias en Vancouver, o del australiano, que había vendido todas sus propiedades en Sidney para aventurarse en esta tierra, todos disfrutando del paso del tiempo, el paso del año viejo al nuevo, el paso del pasado al futuro.
     El escritor, mientras, en su apariencia callada, presenciaba esta transición, sentado en un rincón oscuro de la pista de baile, donde las sombras le tapaban de los chorros brillantes de las luces estroboscópicas que se reflejaban en su barba grisácea, contemplando, mientras observaba a los bailarines torciendo sus cuerpos y dando vueltas, recordando aquellos momentos frenéticos de su juventud, la juventud perdida, esa juventud remota cuando la vida todavía tenía algún significado. Entretanto, el viejo canadiense se acostaba en su cama, decepcionado porque otro año había llegado, otro año que quizás le llevara más cerca de una deprimente casa de jubilados en Canadá. El viejo tosía, mientras bebía su cuarto pijo, contemplando otras posibilidades de cometer el suicidio.


7

     El escritor dejó su oficina y despidió al viejo canadiense que se preparaba para poner los exámenes finales a sus estudiantes. El examen no era para hoy, pero lo preparaba para el día siguiente.
     —¿Nos vemos en Bayuan a las cinco?
     —Bien. Nos veremos. Hasta luego.
     El escritor caminó rápidamente a su aula. Estaba con casi cinco minutos de retraso para el examen de las dos que iba a dar a sus estudiantes de inglés. Entró al aula y los estudiantes se sentaron en el modo ordenado para el examen: cada dos asientos.
     —¿Todos presentes? —no hubo ninguna respuesta. Empezó a distribuir el examen. Bueno, dejen los exámenes encima de mi mesa cuando terminen ―y se sentó detrás del aula.
     A las cinco de la tarde en Bayuan el viejo canadiense tenía ya una botella de cerveza en su mesa.
     —¿Qué tal?
     —Bien.
     —¿Cómo estuvo tu ida a esquiar en las montañas?
     —Me duele el cuerpo por todas partes. Me caí dos veces. Hacía mucho que no esquiaba. En la montaña Seymour, en Vancouver. Hace cuatro años. ¿Tú no esquías?
     —No. Soy de Ontario. Allí patinamos.
     —¿Cómo está tu frau? Está preparado para salir. Nos encontraremos en Tailandia dentro de una semana. Sí. Otra semana y terminamos aquí. Tomó un sorbo de su cerveza.
     —Seguro. Calificamos los exámenes, después daremos las notas y… listos para salir.
     —¿Y cómo le fue al escocés?
     —Él esquía bastante bien. Es joven. No se cansa.
     —¿Y Claudia?
     —También esquiaba bien. Pero Kim fue la mejor. Es de Calgary y la gente ahí esquía antes de caminar. Esquiaba con Therése, la chica de Suiza, como si hubieran nacido con los esquís puestos.
     Se pusieron a reír.
     —¿Therése? Ah sí. La chica suiza. La conocí en Alibaba. ¿Estaba también, je?
     —Pues claro, es suiza, ella nunca podría decir no a un paseo para esquiar.
     —¿Has dicho que es médico?
     —Naturópata. La medicina tradicional o alternativa, o algo por el estilo.
     —Y tú, ¿te marchas para Vancouver después de entregar las notas?
     —Sí. Echo de menos a mis hijos. ¿Y tú?
     —Salir de aquí lo más pronto posible, relajarme en Pattaya, con mi cerveza dentro de la piscina, tomando el sol…; después, por la tarde, ver a los katoy.
     —¿Katoy?
     —Esos son los chicos vestidos de mujeres… Me entretienen bastante. Y bastante bien.
     —Pues, no te olvides de traer uno para el escocés. Los dos se rieron.


8

     El escritor nació en Montreal, un marginado francocanadiense. Pero vivía en Vancouver desde los últimos veinte años. Se sentía más cómodo en el ambiente europeo. Pero Vancouver le encantaba por las montañas y el mar. Y no hacía tanto frío durante el invierno. No le gustó para nada al viejo canadiense de Ontario, pero tenía que actuar con civilidad con él. Tampoco le gustaron sus chistes. Después de beber dos cervezas, el viejo siempre comenzaba con sus chistes malos y sólo él se reía de ellos. El escocés, cada vez que el viejo hacía una de esas bromas tontas, le decía, con sarcasmo: “Creo que es tiempo para su medicina”. Pero lo que más le molestaba al escritor era que el viejo se riera de sus propios chistes. Él era el único que pensaba que sus chistes eran graciosos. Nadie se reía con él. Una vez el escritor estuvo muy molesto, cuando un día le preguntó:
     —¿Cómo estuvo el vino?
     —¿Qué vino?
     —¿No estabas charlando anoche con la chica alemana en tu cuarto y tomando vino?
     —¿Cómo lo supiste?
     —Te podía oír desde el vestíbulo…
     —¡Qué entrometido! —pensó el escritor. Quería decirle: “¿Qué demonios haces escuchando una conversación privada?”. Pero se mantuvo quieto y ecuánime.
     El viejo también disfrutaba de su manera sádico-masoquista, para avergonzar a los estudiantes delante de su clase. Un día, le contó al escritor lo que le hizo a uno de sus estudiantes:
     —¿Sabes lo que acabo de hacer en mi clase? Pregunté a todos los estudiantes: “¿Creen ustedes que Joe aquí pasará este curso? Para deciros la verdad, tendrá suerte si eso ocurre. Y véanlo desde el punto de vista estadístico y matemático. Si él estudia diez horas al día y consigue sólo una nota de 13%, ¿cuántas horas necesitaría estudiar para pasar?”.
     Así era este viejo. Un sadomasoquista. Quiso avergonzar a sus estudiantes y en particular, a Joe, porque en su opinión, era el estudiante más tramposo de la clase. El viejo le contaba también al escritor que le gustaba jugar al póker en Internet. Pero, según él: “Ganas a veces y muchas veces, pierdes”.


9

     Aquella misma semana, el escritor se marchó de Tianjin. Volvió a Vancouver para visitar a sus hijos, pero dos meses después, decidió ir a Montreal y vivir allí. Un día, recibió un correo electrónico del escocés, que todavía estaba en Tianjin: “Noticias tristes. El viejo canadiense murió de un infarto. Le encontraron en su apartamento con botellas de cerveza y whiskey dispersas por todas partes de su cuarto. Me parece que su corazón no aguantaba más”.
     El escritor le contestó brevemente: “Quizá encontró, por fin, la mejor manera para suicidarse”.