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Revista Filipina, Segunda Etapa. Revista semestral de lengua y literatura hispanofilipina.
Primavera 2015, Vol. 2, N
úm. 2

ARTÍCULOS
PDF: Cacique Filipino
PDF: Revista Filipina–Primavera 2015


PARA UNA CARACTERIZACIÓN DEL CACIQUE FILIPINO DECIMONÓNICO

JUAN ANTONIO INAREJOS MUÑOZ
Universidad de Extremadura


Todos los prohombres del arrabal de Binondo están invitados: el cura, el alcalde, el promotor fiscal, el Teniente de la Guardia Civil Veterana, recientemente instituida, un franciscano muy amigo de Capitán Pepe, el cura de Tondo, dos o tres comerciantes extranjeros y algunas personas más. Esta fiesta la da capitán Pepe al cura por ser el aniversario de la muerte de la madre del cura acaecida allá en Calahorra… Capitán Pepe es un hombre de cuarenta o cuarenta y cinco años: bajo de estatura, grueso, de un color bastante claro, pelo muy largo por delante y corto por detrás, frente un poco estrecha, cabeza redonda y pequeña, cuello corto y robusto. Es un hombre que sabe tomar un aspecto conquistador o sultán cuando trata a sus paisanos e inferiores, y ademanes de bufón serio cuando se dirige al cura y a varias autoridades. Rico, con cinco casas en la Calle del Rosario y Anloague, tiene varias contratas con el Gobierno. Cambiaría de religión por no reñir con el cura, manda decir dos misas por semana en provecho de las almas del purgatorio, los domingos y días de fiesta oye la misa de diez y después se va a la gallera de la cual es asentista. Se le suele ver a menudo a la cabeza de una orquesta para felicitar al cura, al teniente de la Guardia Civil, al alcalde y hasta si mal no me acuerdo, a un chino muy amigo del Gobernador Civil…Manila le conoce por sus bailes y banquetes, los empleados del gobierno le protegen y le adoran los sacristanes. Él es quien regaló un bastón de oro y piedras preciosas a la Virgen de Antípolo por haber sido nombrado gobernadorcillo… Tal como llovían los regalos cuando algo quería conseguir del cura, del alcalde, o del Gobierno Civil… Las viejas, excepto una, elogiaban su moralidad y buenas costumbres: el cura le alababa delante de todo el mundo proponiéndole como modelo a las personas ricas y poderosas. La gracia del cielo llovía en efecto sobre él: el contrato del opio le producía mucho dinero; sus gallos ganaban casi siempre, sus fincas de bien en mejor1.

      En el fragmento anterior, elaborado por la aguda pluma del médico y escritor José Rizal, el mártir de la revolución filipina trazó un pormenorizado y mordaz retrato de un gobernadorcillo finisecular2. Al igual que hizo en sus anatemizadas novelas, en este artículo el Galdós filipino desgranó algunas de las claves de la organización y funcionamiento del entramado de poder trabado en la colonia asiática: las relaciones entre las autoridades españolas y las clases dirigentes locales, la ambivalente labor de intermediarios de las clases dirigentes filipinas o las fuentes de poder social y económico de los encargados de dirigir las principalías. En suma, una arquitectura que tenía en las élites locales una de sus principales dovelas. Sobre ellas había recaído el peso de la administración municipal desde los inicios de la conquista y en ellas también permeó el discurso nacionalista que germinó en el archipiélago asiático durante la segunda mitad del siglo XIX3. Denominados primero gobernadorcillos o capitanes municipales durante los últimos años del dominio peninsular, en las constantes denuncias de fraudes e irregularidades que presidieron los procesos electorales aparecen denominados como “caciques” o como “instrumentos de caciques lugareños”4. Estas calificaciones guardaron una estrecha similitud con las que recibieron las élites locales peninsulares al socaire del establecimiento del Estado liberal. Unas semejanzas que tampoco quedaron circunscritas al terreno léxico. La corrupción fue el sustrato sobre el que ambos caciques, peninsulares e insulares, articularon sus redes de poder, en el caso filipino mediatizadas por el vínculo colonial5. El desglose de los procesos de selección de las élites locales subalternas y el desempeño del poder municipal en el archipiélago asiático permite desbrozar y continuar con la caracterización de las clases dirigentes filipinas iniciada por José Rizal en sus corrosivos escritos hace ya más de un siglo.


I.   LOS PERFILES DE LOS PRINCIPALES FILIPINOS EN EL MARCO DEL MODELO COLONIAL
       IMPLANTADO EN ASIA

      Desde la llegada de los peninsulares a las costas asiáticas en el siglo XVI el sistema de gobierno implantado estuvo regido por un régimen político-administrativo mixto que combinó instrumentos de dominación directa e indirecta. Las élites locales prehispánicas no fueron eliminadas y suplantadas por los peninsulares. Éstos les cedieron las riendas del poder local y delegaron en ellas nuevas funciones6. Los gobernadorcillos fueron las autoridades encargadas de dirigir los pueblos de indios y los cabezas de barangay existentes en cada pueblo. A grandes rasgos, fueron equiparables a los alcaldes peninsulares. A diferencia del caso americano las estructuras de organización socioeconómicas prehispánicas, los jerarquizados núcleos de población conocidos como barangays7, fueron integrados en las nuevas encomiendas creadas a partir del siglo XVI. La procedencia del cabeza de barangay, de origen nobiliario, hay que ubicarla en los jefes de los diferentes grupos territoriales y familiares prehispánicos homónimos8. El barangay fue un conjunto de tributantes que podían vivir en distintos barrios de una localidad bajo la autoridad del cabeza de barangay.
      El proceso de cooptación de los candidatos a gobernadorcillo no sufrió cambios sustanciales hasta la intervención estadounidense y únicamente la reforma finisecular de Maura introdujo las modificaciones más reseñables9. Un sorteo realizado entre los cabezas de barangay de cada principalía designaba doce electores. Éstos y el gobernadorcillo saliente fueron los trece encargados de elegir una terna formada por los tres individuos más votados. El resultado, que permitía entrever el grado de consenso o enfrentamiento existente entre las élites locales, era comunicado al Gobernador Civil. Esta autoridad proponía al Gobernador General de Filipinas al aspirante de esta terna que consideraba más propicio, o bien decretaba, si existían irregularidades, la anulación de la votación. Para realizar esta criba el Gobernador Civil contó con los escrupulosos informes elaborados sobre cada uno de los miembros de la terna por parte de la Guardia Civil, la autoridad judicial, el párroco de la localidad y el administrador de Hacienda.
      El debate de los perfiles políticos, morales, religiosos, personales, judiciales y económicos de los aspirantes sustanciaron y explicitaron las luchas de poder internas entabladas entre los distintos tentáculos de la administración colonial por hacer prevalecer sus intereses a través de la selección de sus candidatos predilectos. Los sugerentes retratos aportados permiten caracterizar con precisión a las clases dirigentes en la esfera municipal, uno de los escasos espacios de poder accesibles para los principales filipinos dentro de un sistema marcado por privilegios anclados en categorías raciales y la predominante negación de los derechos de representación política10. Una vez alcanzadas las riendas del poder municipal, gobernadorcillos y cabezas de barangay gozaron de amplias potestades tributarias, de orden público y de ciertas prerrogativas como la exención de las prestaciones personales, militares y contributivas. El desempeño del poder local permite coadyuvar a trazar un retrato con nítidos contornos sobre el funcionamiento a nivel capilar del sistema caciquil articulado en la colonia asiática.
      La subordinación de la colonia en el plano político tuvo su correlato en el terreno religioso. La Iglesia filipina salió indemne de los procesos desamortizadores y de la supresión de las órdenes regulares decretada en la Península. Lejos de ver mermado su poder con el despliegue del Estado liberal, las órdenes vieron incrementada su presencia e influencia en el archipiélago de forma paralela a su pérdida de protagonismo en la metrópoli.11 En Filipinas no hubo desamortización, realidad que tuvo importantes consecuencias a la hora de seleccionar a las élites nativas y modular redes caciquiles en la geografía insular. Pocos aspectos de la vida colonial quedaron al margen de la influencia de los religiosos.
     En el terreno electoral desplegaron una influencia que sobrepasó los límites legales que delimitaron sus decisivas atribuciones en las votaciones. Entre otras facultades, gozaron del privilegio de presidir las elecciones, actuaron como traductores y elevaron a la autoridad provincial decisivos informes con trazos políticos, económicos y morales sobre los tres miembros de la terna aspirantes a gobernadorcillo. El primer factor extralegal que emplearon para dirigir el resultado electoral fueron los recursos productivos. Las tierras atesoradas por las órdenes constituyeron un activo de primer orden que fue explotado en el terreno electoral para colocar al frente de las principalías a testaferros, lugartenientes o miembros de sus clientelas. No resulta baladí que el gobernadorcillo fuese el encargado de fijar y recaudar los tributos municipales, entre otras decisivas atribuciones. Estas ricas haciendas estuvieron concentradas preferentemente en las provincias tagalas que a la postre constituyeron la plataforma de la rebelión independentista. Las denuncias de fraudes electorales cometidos en localidades con fincas pertenecientes a los frailes permiten exhumar las estrategias empleadas por los religiosos para controlar el eslabón de poder municipal.
     La dependencia económica de los arrendatarios que cultivaron las tierras de las órdenes fue utilizada por los frailes para encauzar la dirección del voto en las principalías. El desahucio fue la amenaza que se cernió sobre aquellos que no votaron al candidato recomendado por los religiosos o que osaron denunciar las irregularidades ante el Gobernador Civil o Manila. Estos procedimientos coactivos guardaron numerosas similitudes con los empleados por los grandes terratenientes de la Península durante la vigencia del sistema de sufragio censitario. A menudo estas amenazas no fueron denunciadas en las actas electorales sino que fueron enviadas directamente a la capital provincial o a Manila. Esta realidad pone de manifiesto la dificultad de exhumar este tipo de presiones por su carácter informal y el miedo de los denunciantes a las represalias. Y, por extensión, autorizan a cuestionar los supuestos tópicos de atonía, desinterés y desmovilización de las sociedades colonizadas.
     En aquellas principalías donde las órdenes no contaron con haciendas para presionar a los colonos, los frailes dispusieron de los decisivos informes de conducta para influir en el resultado de las elecciones. La inquisición de estos informes abarcó diferentes aristas de los aspirantes. En primer lugar los párrocos escrutaron las tareas gubernativas y administrativas desempeñadas previamente por los aspirantes en puestos subalternos de la administración local. En el plano político actuaron como informadores de las actividades subversivas contra el dominio colonial o de las muestras de animadversión hacia la metrópoli.
     Sus informes políticos sobre las principalías superaron en minuciosidad a los elaborados por la Guardia Civil. En el plano económico, los frailes auxiliaron a la administración de Hacienda confeccionando decisivos informes económicos para seleccionar a las élites locales. Hacienda, con escasa implantación más allá de los principales núcleos administrativos, contó con las detalladas inquisiciones elaboradas sobre el terreno por los eclesiásticos. Hacienda podía conocer si un aspirante adeudaba alguna cantidad a sus arcas, pero a menudo ignoró si un candidato poseía las anheladas propiedades con las que hacer frente a posibles deudas procedentes de la recaudación del tributo indígena. Los párrocos diseminados por los pueblos de la geografía insular sí proporcionaron estas minuciosas informaciones, reveladoras de su extraordinaria influencia en la vida de la colonia y de la debilidad de la administración civil en las islas. Los perfiles económicos elaborados por los religiosos denotaron su preferencia por las élites con mayor nivel de riqueza y estuvieron marcados por un lenguaje clasista que fue utilizado para marcar diferencias simbólicas entre los colonizadores y los colonizados.
     Esta vertiente económica de los informes eclesiásticos, aunque decisiva y rica en matices, tampoco resultó definitiva para determinar la elección. Había que contar con el perfil moral que también aportaron los religiosos, esa “moralidad y buenas costumbres” mencionadas por Rizal en el párrafo introductorio. Los párrocos evaluaban minuciosamente la conducta pública y privada de los feligreses que aspiraban a dirigir los pueblos de indios. “Vicios” como las relaciones extramatrimoniales, el juego o la embriaguez fueron instrumentalizados por los religiosos para denigrar o respaldar a candidatos en función de sus preferencias. Aunque puedan parecer anecdóticas, este tipo de conductas fueron severamente castigadas y constituyeron un motivo para relegar del poder municipal a numerosos aspirantes.
     Este poderoso mecanismo de control social se extendió a las prácticas y creencias religiosas. Los comportamientos que mostraron desazón con la ortodoxia católica defendida por las órdenes o la interiorización de un cristianismo popular fueron demonizados. La relajación en la práctica y observancia de las costumbres religiosas fue concebida por los frailes como una amenaza a la cultura de la obediencia, la sumisión y la resignación propagada por las órdenes desde los tiempos de la conquista. En sentido inverso, y al igual que ocurrió en la Península al socaire de la implantación del Estado liberal, el púlpito y las creencias religiosas fueron utilizados como un arma política y un método de presión social. Hubo párrocos que amenazaron con suspender la celebración de los populares fastos de Semana Santa si no se votaba a su candidato. Otros aprovecharon la misa para despotricar contra los aspirantes de la oposición. Desde el púlpito se lanzaron diatribas contra las facciones que plantaron oposición a los candidatos de los párrocos. En el extremo opuesto, sus aspirantes gozaron de su explícito respaldo en sermones y celebraciones litúrgicas.


II.   REFORMAS Y RESISTENCIAS EN LA MODERNIZACIÓN DE LA ADMINISTRACIÓN

     Este carácter subjetivo y decisivo de los informes de conducta fue una de las razones que determinaron su eliminación formal con la reforma de Maura de 1893 que aspiró a reforzar el poder civil, a mitigar el poder de las órdenes y a generar adhesión entre los propietarios locales. No resulta casual que los Capitanes Generales encargados de ejecutar esta reforma fuesen demonizados por las órdenes. Constituye una buena muestra de las dificultades a las que tuvieron que hacer frente las autoridades coloniales para erradicar la influencia moral y los vicios sedimentados a lo largo de décadas a la hora de reclutar y seleccionar a las clases dirigentes nativas12. Unos comportamientos y prácticas que habían sido interiorizados por los distintos niveles de la administración, los eclesiásticos y los principales indígenas. La reforma de 1893, y su aplicación efectiva, aspiró a estrechar los lazos entre las autoridades coloniales y las élites nativas sin proponer ninguna apertura en sentido democratizador. Una reforma que estuvo mediatizada por dos problemas: su corto periodo de vigencia por el inicio de los levantamientos contra la dominación española y las trabas a las que tuvo que hacer frente durante su volátil aplicación.
     Los decisivos informes de conducta y los usos políticos de las haciendas no fueron las únicas herramientas en manos de los religiosos para moldear el perfil de los prohombres subalternos, sino que fueron conjugadas con otras vías abiertamente coactivas como la apertura de procesos judiciales, las amenazas de deportación o las propias deportaciones sin juicio ni sentencia previa. El poder de persuasión de estos expeditivos métodos quedó ratificado por la dirección que tomó el voto en las urnas cuando se invocaron estas amenazas y por la frecuencia con la que religiosos y autoridades civiles recurrieron a este recurso para castigar la contestación y promover la subida al poder de subordinados dóciles. Un claro síntoma por otra parte de la progresiva militarización que sufrió el archipiélago durante la segunda mitad del siglo XIX.
     La participación en la organización de las quintas figuró entre las amplias facultades delegadas en los gobernadorcillos, a quienes se confió las labores de levantar alistamientos ―junto a los frailes―, organizar los sorteos, conducir a los mozos elegidos y perseguir a los huidos e insumisos13. El desempeño de estas labores por parte de los notables locales fue evaluado por la administración colonial a la hora de seleccionar a los encargados de ostentar la vara municipal. Este proceso selectivo también permite reconstruir las manipulaciones que jalonaron el proceso de alistamiento y reclutamiento en la colonia asiática. En el momento de la elección salieron a flote todo tipo de fraudes cometidos por las élites locales, y entre ellos los relacionados con las quintas. La documentación electoral recoge cuáles fueron los apoyos que gozaron las élites locales a la hora de realizar amaños en las quintas (como cobros ilegales a mozos para evitar el servicio), por ejemplo, de algunos frailes interesados en controlar los resortes de poder municipal, pero también de funcionarios civiles de la administración colonial que recibieron cantidades de dinero para que permitiesen estos abusos.
     Las manipulaciones relacionadas con las quintas cometidas por las autoridades subalternas filipinas estuvieron tipificadas en la legislación con severas penas. Sirva como ejemplo la destitución a la que podía enfrentarse un gobernadorcillo si no entregaba los quintos asignados a su localidad en la fecha indicada por la autoridad colonial. Constituye una buena muestra de la trascendencia que otorgaron las autoridades coloniales al incumplimiento de sus órdenes por parte de las élites locales subalternas. Los manejos o cobros ilegales de las élites filipinas hacia sus convecinos gozaron de mayor permisividad, pero las autoridades coloniales otorgaron una especial trascendencia a las muestras de indisciplina que subvirtieron y deslavazaron la jerarquía colonial, particularmente en una cuestión castrense como el reclutamiento.
     En este sentido, los problemas generados por la organización del reclutamiento provocaron la discriminación de aquellos subalternos que no cumplieron con las obligaciones delegadas. En el extremo opuesto, la administración colonial respaldó a los gobernadorcillos que se distinguieron por actuar como correa de transmisión de los designios metropolitanos. A diferencia de otras tareas delegadas que sí fueron remuneradas, como los porcentajes que obtuvieron por llevar a buen puerto la recaudación del tributo indígena, su participación en el sorteo, traslado y persecución de mozos huidos no obtuvo ningún tipo de asignación económica. Si se excluyen los posibles fondos que podían extraerse de forma ilegal por falsear el alistamiento o el sorteo, las compensaciones legales adquirieron la forma de reconocimientos simbólicos y a través de exenciones en la prestación de otras funciones subalternas. La administración colonial otorgó comisiones de servicio a gobernadorcillos para la persecución de quintos prófugos y procesados ausentes.
     Más allá de aportar nuevas evidencias sobre la extensión y amplitud de la huida de los quintos como mecanismo de insumisión para evitar el reclutamiento, englobados bajo el imprecisa etiqueta de bandoleros (donde también tenían cabida los más numerosos insumisos fiscales), la concesión de estas licencias explicita cómo la progresiva militarización que sufrió el archipiélago después del motín de Cavite también afectó a los cuadros subalternos locales. Al igual que ocurrió en las zonas de frontera interior en contacto con musulmanes e igorrotes, las cualidades castrenses de los colaboradores nativos también fueron decisivas a la hora de seleccionar a las élites locales del resto de provincias, jalonadas por manifestaciones de malestar social como las quintas que contribuyeron a minar el dominio peninsular en el archipiélago asiático.
     En el contexto de esta progresiva militarización, los ilustrados filipinos atacaron en sus obras el manido recurso de los eclesiásticos al traslado arbitrario a otras colonias o islas del archipiélago de sujetos etiquetados como filibusteros. Una vaga denominación que permitió a los frailes estigmatizar frente a las autoridades coloniales a aquellos sujetos que pusieron en entredicho algún aspecto de su dominio en las islas. En último término su objetivo fue anudar indisociablemente el dominio de los religiosos a la presencia y conservación de la soberanía española en las islas.
     La deportación también fue uno de los recursos propuestos por los frailes para acabar con los tribunales o consejos de ancianos que dirigían las rancherías de igorrotes no reducidas ni cristianizadas (o escasamente evangelizadas). El tribunal o consejo de ancianos era una institución prehispánica que supuso una competencia para la autoridad de los párrocos. Esta razón explica el interés de los frailes por erosionar su autoridad y situar al frente de estas poblaciones a un gobernadorcillo, si era posible evangelizado o recientemente convertido que resultase un ejemplo a seguir para el resto de “infieles”14. Un requisito que no excluyó otras cualidades estereotipadas, como fueron las aptitudes castrenses y la solvencia recaudatoria, en estrecha relación con la ocupación militar y económica proyectada en estas fronteras interiores. Las cualidades marciales se erigieron en un activo de primer orden a la hora de ganarse el favor de las autoridades coloniales para alcanzar la vara de gobernadorcillo en el norte de Luzón. Baste recordar que estas principalías fronterizas fueron punto de partida de expediciones militares destinadas a la reducción de poblaciones no sometidas. Los informes de conducta de los aspirantes a dirigir estos núcleos levantaron acta de las preferencias de la administración colonial a la hora de seleccionar al personal nativo para los puestos subalternos.
     En el plano económico, el peso de la eficacia recaudatoria en la expansión colonial proyectada en estas zonas marcó el criterio selectivo que utilizaron las autoridades coloniales a la hora de reclutar a los caciques nativos. La presteza en la recaudación de tributos aparece mencionada abiertamente como un mérito en los informes confeccionados sobre los “igorrotes” postulados a gobernadorcillo. Estas inquisiciones aportaron sugerentes detalles para profundizar en las disimilitudes que entrañaron los procesos electorales en las zonas “salvajes”. Los informes de conducta elaborados sobre los candidatos a dirigir los pueblos y rancherías mostraron sin ambages las preferencias de las autoridades coloniales a la hora de seleccionar a los aspirantes “igorrotes”. A falta de otras tachas legales que lo inhabilitasen para el cargo, la eficacia recaudatoria fue incluso capaz de eclipsar la poderosa influencia de los frailes.
     Más allá de las zonas periféricas con un menor grado de hispanización, la fiscalidad colonial también jugó un papel determinante en la selección de las élites locales filipinas de las zonas neurálgicas con mayor presencia peninsular desde los tiempos de la conquista, cuyos dirigentes fueron cooptados en función de una serie de criterios censitarios impuestos por la administración colonial15. En esta criba, el oficio y las propiedades de los agentes recaudatorios, como fuente de poder social y como garantía recaudatoria, se revelaron decisivos dentro de la rígida arquitectura fiscal implantada en el archipiélago asiático alrededor del tributo indígena. Deudores, jugadores y subalternos que no recaudaran con energía eran demonizados frente a los colaboradores que mostraban mayor diligencia a la hora de recolectar los impuestos reclamados por los peninsulares.
     A la hora de diseccionar a estas élites locales, Hacienda, con escasa implantación más allá de los principales núcleos administrativos, contó con las detalladas inquisiciones elaboradas sobre el terreno por los frailes y el resto de autoridades coloniales, con quienes mantuvo un pulso por seleccionar a los aspirantes que comulgasen con sus intereses. En esta pugna, las denuncias por juego ocuparon un lugar axial dentro de un amplio abanico de fraudes hacendísticos engastados en las luchas faccionales desatadas en el seno de las principalías para acceder y controlar los municipios. Los distintos eslabones de la administración colonial tampoco permanecieron indiferentes en estas disputas y a menudo se alinearon con las clientelas enfrentadas durante las votaciones.
     Las elecciones locales actuaron como un verdadero catalizador social que permiten escudriñar, a través del análisis de las cualidades de los aspirantes, el funcionamiento y problemas del sistema recaudatorio organizado en torno al tributo indígena. El inmovilismo, dureza y rigidez del sistema fiscal generó importantes desafecciones que afloraron en el momento de la elección. Estuvieron materializadas en la desazón por ocupar el cargo en los principales núcleos administrativos y por las renuncias expresas elevadas por los cabezas de barangay de menor poder adquisitivo que habían comprobado de primera mano las contradicciones del régimen fiscal. Tras la reforma de las cédulas personales se asistió a un crecimiento del rechazo hacia los cabezas de barangay que habían contraído deudas con la administración hacendística a la hora de recaudar la nueva figura tributaria.
     El anverso de la amplia delegación de las prerrogativas recaudatorias se tradujo en las potencialidades que ofreció este sistema a las élites locales para malversar fondos, imponer exacciones ilegales y sobrecargos. Estas prácticas explican algunas claves de la longevidad de un sistema que también despertó importantes lealtades al abrigo de las posibilidades de enriquecimiento económico e influencia social y política en la esfera municipal. El afán recaudatorio que impulsó la represión de los delitos fiscales perpetrados por las élites locales a finales del siglo XIX generó conflictos jurisdiccionales entre distintas ramas de la administración colonial. No obstante, la diligencia represiva en materia fiscal tampoco fue inmune a la corrupción que carcomió la administración colonial filipina. Las citas electorales bianuales supusieron una verdadera eclosión de luchas de poder que coadyuvaron a destapar los fraudes perpetrados por los funcionarios coloniales metropolitanos en materia hacendística. Los castigos ―poco frecuentes― impuestos a los peninsulares por estos delitos tributarios ratifican la centralidad del fisco dentro de la permisividad y el doble rasero que generalmente existió dentro de la administración colonial a la hora de combatir la corrupción.


III.   EL MESTIZAJE Y LA CUESTIÓN RACIAL

     Junto al estatus económico, la raza determinó la ubicación de cada individuo dentro de la pirámide de poder de la colonia16. De este modo, el factor racial moldeó la realidad del poder y se plasmó en una legislación que consolidó privilegios en el plano político y tributario para peninsulares, criollos y mestizos de español. El factor racial determinó la ubicación socioeconómica de cada individuo en la sociedad filipina y circunscribió la “superioridad de raza” a peninsulares y a sus hijos nacidos en el archipiélago.
     No obstante, la realidad del mestizaje diluyó las rígidas fronteras raciales establecidas y reformuló la adquisición y pérdida de privilegios respecto a los peninsulares. En teoría los mestizos españoles de primera generación fueron equiparados en derechos a los peninsulares. El mestizo español de segunda generación perdió los privilegios de peninsulares y criollos, pero adquirió la prerrogativa de acceder legalmente al poder municipal, reservado por ley a los naturales y mestizos de chino.
     Según se desprende del análisis de la documentación electoral, raza y mestizaje fueron dos categorías explotadas a la hora de acceder y controlar el entramado caciquil. Frente a la rígida parcelación establecida entre las distintas razas (peninsulares, criollos, mestizos españoles, nativos, chinos o mestizos de chinos), la condición de mestizo español se erigió en una categoría decisiva para controlar el poder municipal por su difícil clasificación y determinación práctica. Se trató de una confusión favorecida por la distancia establecida entre el discurso y la práctica social. Los frailes españoles vieron a los mestizos españoles como una amenaza para su dominio en la colonia por su elevada posición y su manejo de ambas lenguas. Los indios o mestizos de chino fueron vetados para ejercer derechos políticos de ciudadanía o ingresar en las escalas superiores de la administración colonial. Incluso los escasos espacios de poder que les fueron reservados también fueron usurpados por peninsulares, criollos y mestizos españoles gracias a la complicidad de la administración colonial y la confusión generada por esta categoría racial.
     Se asistió a dos procesos contrapuestos en relación al poder local. En aquellas poblaciones donde los cargos municipales fueron indeseados y concebidos como una carga las elites locales intentaron lograr la exención que gozaban los españoles. En primer lugar a través de procesos de naturalización o a través de la compra de la nacionalidad, como ocurrió con algunos líderes de la comunidad china que compraron la nacionalidad española. Y, en segundo lugar, intentando acabar con el privilegio de la exención para que los españoles asumieran cargos municipales y compartiesen las responsabilidades del gobierno municipal.
Por el contrario, en aquellas principalías donde los cargos municipales sí despertaron interés se asistió a una estrategia defensiva de las élites locales, utilizando este sistema racial para evitar las usurpaciones ilegales de estos puestos a manos de peninsulares y mestizos españoles (en aquellas localidades donde poseían intereses políticos o económicos). Las protestas electorales de las élites locales llevaron a las autoridades coloniales a institucionalizar la usurpación de los ayuntamientos con la reforma de Maura. A partir de 1893 los españoles, criollos y mestizos españoles adquirieron la posibilidad de participar directamente en el gobierno municipal a través de una categoría económica y no racial, la de mayores contribuyentes.
     En comparación con el precedente americano, los mestizos españoles constituyeron un porcentaje muy reducido en relación a la población total del archipiélago. En la legislación del Estado liberal el recuerdo del protagonismo desempeñado por los criollos en las independencias latinoamericanas pesó como una losa en la organización del poder colonial y en los intentos por acotar la pujanza de este “peligroso” grupo social. Esta realidad explica el menor impacto de reclamaciones mestizas en Filipinas si se comparan con las planteadas por los mestizos de otros escenarios coloniales europeos en Asia.
     La cerrazón en la concesión de privilegios a los filipinos, con el trasfondo del precedente americano, constituyó una de las señas de identidad de la administración española. Las instituciones gubernativas admitieron otras vías para sortear el desempeño de cargos locales, pero los criterios raciales se mantuvieron intactos como uno de los puntales de la segregación orquestada en la colonia asiática. Fueron consentidos numerosos fraudes electorales, pero las maniobras que afectaron a la arquitectura racial fueron segadas de raíz por las implicaciones que conllevaron. Eran órdagos o aspiraciones de máximos que la estructura colonial no podía atender sin demoler el edificio de privilegios construido durante siglos.
     Esta cerrazón en la concesión de derechos a los naturales impulsó a los sectores nacionalistas que abogaron por acabar con un régimen de privilegios políticos y tributarios varados en categorías raciales. En definitiva, existió una relación contradictoria y asimétrica en la definición de los contenidos de la ciudadanía para los metropolitanos, por un lado, y para los habitantes de las colonias, por otro. Una sociedad pluriestamental donde la jerarquización de la sangre delimitó los derechos políticos dentro de una pirámide que sufrió escasas modificaciones durante el posterior dominio norteamericano.


IV.   LAS NUEVAS FORMAS DE ADQUIRIR PODER

     A pesar de la existencia de toda esta serie de trabas y condicionamientos, las clases dirigentes locales no se erigieron en un mero instrumento de la administración colonial fácilmente maleable que actuase de correa de transmisión de sus intereses sin contestación ni contraprestación alguna. El escrutinio de la documentación electoral revela la innegable capacidad que ostentó la burguesía filipina de hacer frente a los designios de las autoridades a través de la articulación de potentes redes caciquiles aquilatadas en torno a una serie de pilares17. En primer lugar, trasladaron al terreno político las rivalidades económicas derivadas de la competencia entablada en torno a negocios como la producción y comercio de productos como el azúcar, el tabaco, el opio, el arroz o el abacá. Estos sectores se erigieron en importantes vetas de negocio que posibilitaron el desarrollo de distintos grupos sociales vinculados a la incipiente burguesía agroexportadora. De forma paralela, y emulando a los frailes en los usos electorales de sus haciendas, estos florecientes negocios fueron instrumentalizados políticamente. Por ejemplo, en forma de préstamos, decisivos en la Península a la hora de articular las redes caciquiles al socaire de la implantación del Estado liberal. Una de las fórmulas más frecuentes y populares fue el denominado como pacto de retro, consistente en el traspaso de una propiedad a un potente prestamista a cambio de dinero, con la posibilidad de recuperar el título de propiedad si se pagaba una cantidad acordada. Un procedimiento que permitió a numerosas familias incrementar su patrimonio terrateniente y financiero, y, por extensión, sus respectivas influencias políticas y redes de dependencia. A la hora de obtener votos, el pago de deudas o la coactiva amenaza de desahucio fueron dos de las potenciales traducciones que albergaron estas situaciones de sumisión económica.
     A su vez, los enfrentamientos político-económicos entre distintas facciones locales se enraizaron a nivel familiar. Se erigió en otra de las constantes que no se pueden discriminar a la hora de intentar desgranar la competencia entablada entre las élites, y por extensión entre las clases dirigentes locales con la administración colonial, para alcanzar la preponderancia política y socioeconómica en las islas.
     Las analogías entre la metrópoli y la colonia en torno a los procesos de estructuración del poder no se circunscribieron exclusivamente al origen de las fuentes de poder. Pese a la fractura colonial, representada por la negación de los derechos políticos de ciudadanía, la práctica política desplegada en torno al control de los resortes de poder local guardó enormes similitudes. Máxime si se tiene presente que a lo largo del siglo XIX los principios de gobierno representativo instaurados en la Península habían sido desvirtuados por las corruptelas que habían abierto una abismal sima entre su formulación teórica y su aplicación práctica. Las actas electorales permiten desenterrar de forma pormenorizada algunos de los manejos orquestados por las facciones en abierta disputa por el poder. Uno de los más socorridos fue el intento de neutralizar a los oponentes a través de la denuncia y apertura de causas judiciales. Resulta palmaria la analogía existente entre estas artimañas y las desplegadas en la metrópoli a la hora de abrir procesos judiciales a los electores de oposición en similares estadios cronológicos, generalmente bien definidos e identificados en los encorsetados censos electorales, con el objetivo de excluirlos del ejercicio de los derechos políticos de ciudadanía activa o pasiva. El modelo electoral pseudocensitario implantado en Filipinas favorecía el control y seguimiento del reducido colectivo de notables a manos de las autoridades coloniales. Bien de aquellos que ostentaban o aspiraban al cargo de gobernadorcillo, bien del resto de integrantes de sus respectivas clientelas y facciones.
     La sucesión de censuras de fraudes electorales recogidas en las fuentes ratifican la hipótesis del interés que tuvieron las élites locales, o sus testaferros, por ostentar o controlar estos cargos en los pueblos y provincias de mayor riqueza, eslabones esenciales para promover y defender sus intereses económicos. Pero también se trató de una evidente y simbólica muestra de poder. Se trató de una forma de mostrar a las autoridades coloniales que podían hacerse cargo de la administración municipal, el único eslabón de poder tangible, y plantearon los potenciales deseos de una creciente y mayor cuota de autogobierno en los albores de la revolución que acabó con el dominio español en la “Perla de Oriente”.

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   1 José Rizal: “Un rumboso gobernadorcillo”, en Escritos de José Rizal, Manila, Comisión Nacional del Centenario de José Rizal, 1961, tomo III, pp. 34-35, y José Rizal. Prosa selecta. Narraciones y ensayos, edición de Isaac Donoso, Madrid, Verbum, 2012, pp. 12-14.
   2 Analizadas por B. Anderson, Bajo tres banderas. Anarquismo e imaginación anticolonial, Madrid, Akal, 2008; M. D. Elizalde Pérez-Grueso (ed.), Entre España y Filipinas: José Rizal, escritor, Madrid, AECID/Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación, 2011; H. Goujat, Réforme ou Révolution? Le projet national de José Rizal (1861-1896) pour les Philippines, París, Éditions Connaissances et Savoirs, 2010. 
   3 Para bucear en las causas de la revolución filipina, véase M. D. Elizalde Pérez-Grueso (ed.), Repensar Filipinas. Política, Identidad y Religión en la construcción de la nación filipina, Barcelona, Bellaterra, 2009; y F. Rodao y F. N. Rodríguez (eds.), The Philippine Revolution of 1896. Ordinary Lives in Extraordinary Times, Manila, Ateneo de Manila University Press, 2001.
   4 Archivo Nacional de Filipinas, Manila, Serie Elecciones de Gobernadorcillos. Se ha consultado la copia de esta documentación albergada en el Centro de Ciencias Sociales y Humanas del CSIC (Madrid).
   5 Las endémicas prácticas corruptas de la administración colonial filipina fueron escudriñadas por X. Huetz de Lemps, L’Archipel des épices La corruption de l’Administration espagnole aux Philippines (fin XVIIIe-fin XIXe Siècle), Madrid, Casa de Velázquez, 2006.
   6 La organización de la administración colonial, en L. Alonso Álvarez, “La Administración española en las islas Filipinas, 1565-1816. Algunas notas explicativas acerca de su prolongada duración”, en Mª D. Elizalde Pérez-Grueso (ed.), Repensar Filipinas. Política, Identidad y Religión en la construcción de la nación filipina, Barcelona, Bellaterra, 2009, pp. 79-117; P. Hidalgo Nuchera, Encomienda, tributo y trabajo en Filipinas (1570-1608), Madrid, Polifemo, 1995; y J. Phelan, The Hispanization of the Philippines Spanish Aims and Filipino Responses, 1565-1700, Madison, The University of Wisconsin Press, 2011 (1ª ed. 1959).
   7 Cf. W. H. Scott, Barangay: Sixteenth-century Philippine culture and society, Quezon City, Ateneo de Manila University Press, 1997.
   8 L. A. Sánchez Gómez, Las principalías indígenas y la administración española en Filipinas, Madrid, Universidad Complutense, 1991.
   9 En detalle, M. Azcárraga, La reforma del municipio indígena en Filipinas, Madrid. J. Noguera, 1871; F. Blumentritt, Organisation communale des indigènes des Philippines placées sous la domination espagnole, Paris, Bulletin de la Société Académique Indo-chinoise, 1881; y L. A. Sánchez Gómez, “Elecciones locales indígenas en Filipinas durante la etapa hispánica”, en Rodao, F. (ed.), Estudios sobre Filipinas y las Islas del Pacífico, Madrid, Asociación Española de Estudios del Pacífico, 1989, pp. 53-61.
   10 J. M. Fradera, “La nación desde los márgenes (Ciudadanía y formas de exclusión en los imperios)”, Illes i Imperis, 10/11 (2008), pp. 9-30.
   11 En detalle, “Caciques con sotana. Control social e injerencia electoral de los religiosos en las Filipinas españolas”, Historia Social, nº 75, 2013, pp. 23-40
   12 Conclusiones extraídas de otro trabajo, “La influencia moral en Asia. Práctica política y corrupción electoral en Filipinas durante la dominación colonial española”, Anuario de Estudios Hispanoamericanos, 69/1 (2012), pp. 199-224.
   13 Objeto de análisis en el capítulo titulado “La contribución de sangre en el entramado caciquil de las Filipinas españolas”, en prensa.
   14 Estrategias desveladas en otro trabajo, “Los procedimientos de elección de los gobernadorcillos de “igorrotes” en Filipinas a finales del siglo XIX”, en prensa.
   15 Escudriñados en el artículo titulado “Bajo la lupa del fisco. La intervención de la Hacienda colonial española en la estructuración del poder local en Filipinas”, en Mélanges de la Casa de Velazquez, en prensa.
   16 Listones raciales desmenuzados en otro trabajo, “Nacido en el país al amparo de la hidalga Nación Española. Los usos del factor racial en el control del poder local en Filipinas a finales del siglo XIX.”, en Revista de Indias (en prensa).
   17 Arbotantes ya adelantados en otro trabajo, “Reclutar caciques. La selección de las élites coloniales filipinas a finales del siglo XIX”, Hispania, 71/239 (2011), pp. 741-762.
   18 Trabajo realizado en el marco del Proyecto Nacional de I+D+I titulado “Imperios, Naciones y Ciudadanos en Asia y el Pacífico II (HAR-2012 14099-C02-02)”. El presente trabajo constituye un adelanto de las conclusiones de un libro en fase de publicación titulado Los (últimos) caciques de Filipinas. La selección de las élites locales durante la segunda mitad del siglo XIX.