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Revista Filipina, Segunda Etapa. Revista semestral de lengua y literatura hispanofilipina.
Invierno 2013–Primavera 2014, Vol. 1, N
úm. 2

CREACIÓN LITERARIA Y ACTUALIDAD
PDF: D. Sentado
PDF: Invierno 2013 – Primavera 2014


Miedo a marcarle a Brasil

DAVID SENTADO

[Texto mecanoscrito dispuesto para
la imprenta por José María Fons Guardiola]


“Ni el dinero, ni el derecho de veto, ni los votos. La gran pelea del futuro en la Unión Europea es la lengua.” Así comenzaba un artículo titulado “El idioma de Europa”, publicado en el diario español El País el 9 de julio de 2000. Leída la noticia una década después, cuando ese futuro es ya Historia, del recuento de esa batalla surge la lengua española como la gran perdedora. Hoy, la Unión Europea cuenta con tres lenguas de trabajo o lenguas “bisagra” (lenguas pivot, las denomina la propia UE): el inglés, el francés y el alemán. A pesar de ser la lengua europea de mayor proyección internacional tras el inglés, el español ha quedado arrinconado y equiparado en número de traductores a idiomas como el polaco o el rumano. ¿Por qué ha sucedido esto? Con su permiso y paciencia, querido lector, en las páginas siguientes trataré de explicarlo, desde una cierta distancia, desde una perspectiva filipina. Me valdré para ello de dos o tres teorías lingüísticas, una potente metáfora y varios incursos en la política actual y en la Historia.
      Los libros de texto españoles tienden a reproducir la famosa cita de Nebrija “la lengua, compañera del Imperio”, subrayando su perspicacia, pero sin caer en la cuenta de que esa perspicacia presente no lo fue en 1492, sino que fue un análisis erróneo o una exageración cuando el prestigioso humanista la formuló. En otras palabras, Nebrija se equivocó cuando la escribió, pero acertó
a posteriori.
      Hoy en día, la lengua—el inglés norteamericano—sí es la compañera del Imperio. Antaño, en el siglo de Nebrija y en los siglos siguientes, no, o no lo era tanto. Entonces la verdadera compañera del Imperio era la religión. En aquellos siglos, con monarquías instauradas por derecho divino, era la religión el elemento legitimizador a la vez que cohesionador de territorios y culturas tan dispares como Flandes y Filipinas, Aragón y el Virreinato del Perú. En aquel mundo polarizado por guerras religiosas, un credo sin fisuras era, por así decirlo, la principal argamasa ideológica que podía mantener unido un país, más aún un imperio. Tanto Carlos V, que recalcó a su primogénito en su testamento político que no cediera ante los intentos reformistas de tufo protestante, como Felipe II, eran conscientes de ello, y actuaron en consecuencia. En este sentido, el letal desarrollo de la Inquisición durante el reinado del segundo, no se debe ver—y así lo ha ilustrado bella y certeramente el español Caro Baroja en
El señor inquisidor—como los desvaríos místicos de un perturbado monarca de leyenda negra, sino como un sutil instrumento de control ideológico de la población, de una eficacia pocas veces igualada desde entonces (Stalin fue un aplicado estudioso de la Inquisición).
      Hoy en día, la argamasa que mantiene unido el imperio norteamericano es, claro está, el mercado. Y un instrumento primordial para que los mercados funcionen es que los interesados compartan una lengua, que siempre acabará siendo—cómo no—la del conquistador (todos sabemos qué difícil resulta convencer o imponer nuestras condiciones cuando negociamos en la lengua materna del interlocutor).
      Flash back: 976, Monasterio de San Millán de la Cogolla: Un monje para nosotros anónimo anota en los márgenes del manuscrito varias traducciones de algunas líneas especialmente oscuras del texto latino que está copiando. Compone las glosas en su lengua materna, el vasco o euskera, y en el romance vulgar que se está erigiendo en la lengua franca del territorio donde se asienta el monasterio. Es el incipiente castellano.
      1976: Milenario de las Glosas Emilianenses. Cuenta el académico de la lengua Gregorio Salvador que desde la Presidencia del Gobierno se prohíbe celebrar la efeméride, “pues el momento político—dijeron—no aconsejaba tal celebración.”
1  Recién muerto Franco, inmerso el país en un incipiente proceso de transición a la democracia, liberadas tras décadas de dictadura y opresión las lenguas y culturas de Cataluña, el País Vasco y Galicia, no están los tiempos para glorificar las gestas de “la lengua del Imperio”.
      Como todos los pueblos, los filipinos nos acercamos a los otros con nuestro fardo de prejuicios. Pero en el caso de España, por nuestras peculiares circunstancias históricas, los estereotipos son más extremos y están aún más fosilizados. Burdamente, España es para nosotros religión y conquista, un fraile y un conquistador de yelmo y coraza desembarcados de un galeón. “Tres siglos bajo un convento”, todavía resume el filipino su experiencia colonial española, mediatizada nuestra visión común de la ex metrópoli por el filtro de la leyenda negra impuesto por la propaganda estadounidense. En el mejor de los casos, España reviste los ropajes hemingwaynos del último buen país (
the last good country) y se manifiesta en nuestra imaginación como una tierra de gente apasionada hasta la médula, gobernada por deseos entrañablemente primarios, un país poblado de irresistibles Cármenes con la navaja en la liga y de galanes que las cortejan sin otro desmayo que la siesta o los obligados recesos para jugarse la vida corriendo delante de varios morlacos. (Quizás, dicho sea entre paréntesis, parte del éxito internacional del cine de Pedro Almodóvar resida en que ha sabido muy astutamente modernizar ese tópico sin perder la esencia del mismo.) Pero en general, la imagen de España que predomina en Filipinas es la “retrógrada”.
      A finales de la década de 1980, cuando aterricé por primera vez en España para cumplir con mi obligatorio exilio filipino, nuestro particular servicio económico a la patria, tuve la sensación de haberme equivocado de país. Uno preguntaba por lechón y le respondían con cocina vasca de diseño, buscaba
Marcelino, pan y vino y se encontraba con Almodóvar, esperaba toparse con Torquemadas y personajes de Galdós en cada esquina y entraba en iglesias vacías, abandonadas por el pueblo más laico de Europa. En aquellos años, tras el hartazón ultraconservador e integrista de los cuarenta años del franquismo, la mayor parte de la sociedad española se había embarcado en una cruzada contra la Tradición.
      En la década de los 80, siguiendo la ley del péndulo, el país entero había sucumbido al virus de Babel, al nada discreto encanto de la Diferencia, y ya casi ninguna de las diecisiete comunidades autónomas de España podía resistirse al lujo de tener selección de fútbol, derechos ancestrales de nación nacida en la noche de los tiempos o una
lengua propia.
      Ese país al que llegué por vez primera a finales de los 80 se hallaba sumido en uno de los más profundos procesos de transformación de su historia. Sin duda dentro de algunos años podremos apreciarlo mejor, pero ya comenzamos a gozar de cierta perspectiva para evaluar el cambio en todo su significado y poder afirmar que las tres últimas décadas del siglo XX han supuesto quizás unos de los períodos más apasionantes y seguramente el momento más dulce de España en cuatro siglos de su devenir.
      Mas como en todo cambio extremo, el organismo que lo sufre concentra energías en unos puntos y las descuida en otros. Me parece a mí que la lengua española salió perdiendo en ese proceso. Sumido el país en esa fascinación por la Diferencia, el idioma español adopta el papel de “grado cero” lingüístico: es una base, un punto de partida presupuesto, un común denominador que, como todos hablan, carece de glamour. Está además marcado negativamente por haber sido la lengua favorecida durante la dictadura franquista.
      Como hispanohablante perteneciente a la extinta rama filhispana, con mi melancólica condición de venir del único país
hispanoausente, he experimentado un orgullo especial al sentir la vitalidad del castellano en las calles de Miami, o en las librerías españolas de Brasil. Es un orgullo que comparto con hablantes hispanoamericanos. En España, sin embargo, ese orgullo exuda un tufo fascista que lo anula. La falta de atención de los españoles por su lengua común ha sido tan profunda que la gran mayoría de ellos no comprende lo que el castellano significa para los hispanohablantes del continente americano, o para los últimos de Filipinas.
      A principios de 2009, el entonces vicepresidente del gobierno regional catalán, Carod Rovira, viajaba a Ecuador con el objeto de conservar y extender los dominios lingüísticos de las
lenguas propias de la región. Tras recibir de un indio shuar una lanza como obsequio de la tribu, el dirigente anunció la donación del Govern catalán de un millón de euros para fomentar la educación en las lenguas nativas. Ante la expresión hierática de los líderes tribales, que quizás dudaban de estar comprendiendo al político español correctamente, el discurso del vicepresidente tachaba al castellano como la lengua de la opresión, y les animaba a combatir la hegemonía del castellano en Ecuador impulsando la educación en las lenguas propias del país. El que recibe dinero no protesta, pero adivino la raíz de la estupefacción de los indígenas shuar, pues como todo latinoamericano percibe, la fragmentación lingüística ha sido siempre tanto un obstáculo para el desarrollo económico del campesinado como el as en la manga de la oligarquía caciquil para continuar explotándolo y detentando el poder. Y como todo latinoamericano siente, el español ha sido desde siempre la llave de la liberación y del progreso, tanto económico como político, tanto personal como colectivo. Una de las reivindicaciones históricas del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) ha sido el acceso a la enseñanza del castellano en los poblados indígenas de Chiapas, pues la dispersión lingüística ha favorecido la explotación en la región, y uno de los mayores logros del EZLN ha sido precisamente la construcción en Chiapas de escuelas primarias y una escuela secundaria en la que la población indígena aprende español. Igualmente, entre sus quejas está el constatar que en las calles de poblaciones como San Cristóbal de las Casas, la capital del movimiento zapatista, todavía se encuentran mujeres indígenas que no hablan el castellano.
      La actitud del vicepresidente del gobierno catalán, trasladando sus obsesiones lingüísticas desde Cataluña a Ecuador sin sonrojo y sin la más mínima consideración a la conciencia sociolingüística y a la realidad socioeconómica de los nativos, resulta de un etnocentrismo basto, propio del nuevo rico que pontifica obscenamente acerca de las bondades de sus creencias, confundiendo riqueza con razón.
      Como filipino, esa actitud me recuerda a la de la Agencia de Cooperación Española, empeñada en gastar millones de pesos en programas de “políticas de fomento de igualdad de género” en mi patria. Siempre hay lugar para la mejora, qué duda cabe, pero uno apreciaría más humildad a la hora de dar lecciones a un país que ha tenido dos presidentas y en el que la mujer se incorporó a la vida laboral varias décadas antes que en España, por ejemplo. El ser lo suficientemente rico como para exportar “cooperación al desarrollo” no otorga poder para pontificar e imponer a sociedades menos acaudaladas nuestras ideas políticas; del mismo modo que el dar sopas a los pobres no confería razón a la señora soltera de Acción Católica para dar lecciones sobre la procreación en el matrimonio. A pesar de ello, la solterona lo hacía. El riesgo era devenir un personaje ridículo que acabara siendo pasto de las burlas de directores como Berlanga en filmes como
Plácido. Todavía no hemos visto comedias que ridiculicen a cooperantes o políticos españoles repartiendo maná a los indios, pero sospecho que no tardarán en llegar.

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1   “De la lengua española, los otros esperantos y los nuevos sayagueses”, en Gregorio SALVADOR, Lengua española y lenguas de España. Ariel, Barcelona, 1990. Pág. 18.


METÁFORAS DE FÚTBOL

Y ahora volvamos al título. Esto puede resultar chocante para un filipino, pero no hay nada como la poderosa metáfora del fútbol para ilustrar la política en España, aunque sea cultural. En nuestro caso, quizás sólo la comida puede ejercer un papel similar de polo aglutinador de voluntades y generador de símbolos y parábolas.
      Flash back: Argentina, 1978. Copa del Mundo, partido España-Brasil. España precisa batir a la potencia mundial del fútbol para pasar a la siguiente ronda. Con el marcador a 0, Cardeñosa, uno de los más finos cerebros de la historia del balompié ibérico, recoge un rechace y se planta solo ante la portería carioca, enorme, vacía. Incomprensiblemente si no es por el vértigo, se enreda, se demora, cambia de pie el balón, y lo lanza flojo. Para entonces, ya hay un defensa bajo los palos que frustra el gol. El partido acaba con empate a cero, y España cae eliminada.
      Sostengo que Cardeñosa no hubiera fallado ese mismo gol ante otro equipo que no hubiera sido Brasil. Sostengo que no hubiera fallado vistiendo la camiseta del Real Madrid o del Barcelona.
      Pues bien, sostengo además que,
mutatis mutandis, algo parecido le ocurre al idioma español en el concierto internacional, en los mundiales de lenguas. A veces por falta de estrategia, o por miedo escénico, o por falta de un líder que remate en el momento justo, o por esa sobreexcitación que impide serenarse, congelar y matar el partido cuando es preciso, la lengua española no acaba de materializar las expectativas que su difusión internacional y su potencial demográfico prometen.
      Las razones son varias: el español, idioma oficial de veintiuna naciones, adolece de una gran potencia que lo respalde en el contexto internacional, en las canchas donde las lenguas se juegan sus cuotas de poder. El francés en el siglo XIX, el inglés en el XX… Como la Historia reciente demuestra, la suerte de una lengua va ligada de modo estrecho al peso del país que la habla. Hasta el presente, ha sido España el país que ha ejercido de principal valedor del castellano. Sin embargo, la influencia que puede ejercer una nación de economía mediana (y de varios conflictos lingüísticos latentes) como la española es limitada. Así pues, sería deseable que ese liderazgo corriera a cargo de una potencia de verdadero peso. Y ésa quizás debería ser México.
      Pero puesto que Latinoamérica parece desear erigirse en el paraíso del futurible que jamás se concreta, a la promoción del español no le queda otro remedio que ensayar nuevas fórmulas, en espera de tiempos mejores: a saber, un liderazgo compartido por un doble pivote México-España, auxiliado en ocasiones por medias puntas como Argentina, Chile o Colombia, dependiendo de la coyuntura económica o cultural.
      Además de paladines, la promoción de una lengua precisa de discurso y de estrategias. En el terreno del discurso, la lengua española no se desenvuelve mal. Hoy en día predomina uno que algunos han venido a bautizar panhispanismo, o
hispanofonía2, y que presenta el español como una lengua mestiza, de encuentro (“Español, una lengua para el diálogo”, reza el lema del Instituto Cervantes), un idioma global y de amplia rentabilidad. Una lengua sólida pero de muchos acentos (“unidad en la diversidad” es otro de los mantras que propone este discurso panhispanista). Una lengua, en fin, que, habiendo renunciado a la tentación de la identificación entre idioma y nación española, se ofrece “deslocalizada”, limpia de contagios identitarios o nacionalistas y por ende apta para ser un bien mostrenco de todas las comunidades hispanohablantes.
      Alimentado además por la fértil cantera que son las facultades de Filología Hispánica, este nuevo panhispanismo ha sabido extraer de sus filas una notable selección de lingüistas de talento en apoyo de la causa. Humberto López Morales desde el Caribe, el malogrado Juan Ramón Lodares, Ángel López García, Francisco Moreno, Francisco Marcos Marín… No son pocos y no están mal. Cuentan, además, con un cierto respaldo institucional de compañeros de viaje de peso, como la Real Academia de la Lengua y el Instituto Cervantes. Faltaría, creo, una mayor implicación de otras instituciones de poder político y económico (ministerios, fundaciones, universidades, centros de ideas…), a fin de articular esos discursos en un discurso ideológico que legitime ciertas estrategias de promoción del idioma a corto, medio y largo plazo. Porque, como los sociolingüistas y los expertos en políticas lingüísticas saben, esos discursos, si no vienen acompañados de praxis coyunturales oportunas, no resultan efectivos, se quedan en juego para la galería. El jugar bonito, si no se remata en el momento, si no se sabe controlar el partido, no lleva a ningún lado. Esta lección la tienen muy bien aprendida los italianos en el fútbol y los franceses en políticas culturales y lingüísticas, y ambos la aplican como maestros. Pues en las lenguas, como en el fútbol, nada resulta inocente. Como en el fútbol, las lenguas dirimen sus repartos de poder en espacios y tiempos delimitados, y es en esas canchas donde se baten el cobre y se lo juegan todo, incluida su supervivencia. Nada más alejado de la realidad que el tópico de que a las lenguas las rigen los pueblos y los hablantes son soberanos en su desarrollo y evolución. Sobran los ejemplos de erradicación o consolidación de idiomas desde el poder político (incluso se han dado casos de recuperación e implantación de una lengua muerta como idioma nacional, como ha sucedido con el hebreo en Israel). Sin ir más lejos, en Filipinas tenemos un caso bien ilustrativo. Yo mismo soy escritor en una lengua proscrita y extinguida en beneficio del inglés. Y ésa fue una decisión tomada por el colonizador norteamericano, sin tener en cuenta la opinión del pueblo filipino. (Contaba el colonizador, eso sí, con un discurso algo oscuro y una clara táctica, que le resultó bastante bien e incluyó, entre otras, una campaña de desprestigio del legado de España y un gravamen fiscal a la enseñanza en español, que acabó haciendo a ésta inviable).
      Hay dos canchas principales en las que el español se está jugando su suerte: Europa y los Estados Unidos. Muy próximas a ellas, en cuanto a la relevancia para el español, se encuentran Brasil y el eje China-Corea-Japón. Hay además un par de canchas secundarias, pero que no dejan de poseer su importancia por su situación geográfica y su significado simbólico: Guinea Ecuatorial y Filipinas.
      De tanto en tanto leemos reportajes periodísticos rebosantes de optimismo sobre la pujanza de la lengua española. Yo, hablante de una variedad extinta de esa lengua, exterminada por decisiones políticas foráneas impuestas, criado bajo el gen de la resistencia, tengo la lengua en bilis bañada y llevo al cuello un vendaval sonoro que se alza tonante ante profecías tan cándidamente optimistas que parecen salidas del departamento de Prensa y Publicidad del Instituto Cervantes. Yo, ante esos ejercicios de autocomplacencia paridos, parece, para elevar la moral de la tropa cervantina, no puedo sino protestar.
      Porque deslumbrados por la expansión demográfica del español en América, no somos conscientes de que nuestro idioma está perdiendo, una tras otra, las batallas decisivas, las institucionales, en las canchas donde se está jugando hoy en día sus cuotas de poder. Y esas canchas son sobre todo ―ya lo decíamos arriba― Estados Unidos y Europa.

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2  Vid. Del Valle, José, “La lengua, patria común: La hispanofonía y el nacionalismo panhispánico”, en La lengua, ¿patria común? Ideas e ideologías del español. Madrid, 2007.


L’EUROPE

El caso de Europa resulta bien ilustrativo. El castellano, apoyado por una insuficiente defensa de parte de la propia Administración española, se halla relegado en las instituciones de la UE en beneficio del francés y el alemán. A fin de cuentas, el proyecto de unión europea es una creación de Francia y Alemania, y, como locomotoras de la construcción europea, no se resignan a perder el protagonismo de sus lenguas.
      Para el francés, idioma desbancado por el inglés como lengua de relaciones internacionales y en franco retroceso, la UE es el último clavo ardiendo al que agarrarse. Para Francia ha sido doloroso asistir al desmoronamiento del imperio de su lengua en el contexto internacional. Un desmoronamiento más traumático por la notabilísima penetración que había conseguido el francés en todos los campos, desde la diplomacia hasta la cultura. De igual modo que hoy en día si uno le da un pisotón a un viajero en un aeropuerto recurre de modo automático a una palabra de disculpa en inglés, dos viajeros del siglo XIX que hubieran coincidido en una estación o un balneario habrían usado el francés como lengua franca.
Guerra y paz, con sus nobles y burgueses rusos conversando entre ellos a diario en francés, refleja claramente la preponderancia que la lengua disfrutó en toda Europa durante el siglo XIX y que a partir de la I Guerra Mundial empieza a declinar de manera inexorable. Czeslaw Milosz data en 1938 el momento en que el inglés remplaza al francés como lengua extranjera en la enseñanza en Polonia3. En España, país en el que por obvias razones geográficas la influencia francófona ha sido siempre especialmente intensa, esa sustitución no se completa hasta inicios de la década de 1970.
      Delicado presente y más delicado futuro el que tiene ante sí el francés. Pero lo que también tiene Francia, a diferencia de España o México o de otro cualquier país hispanohablante, es una estrategia bien articulada de promoción de su idioma. Porque ante tan sombría perspectiva, los estrategas franceses han cifrado las esperanzas de su idioma en la Unión Europea, de modo que el francés preste su voz al continente y se erija en la “lengua de Europa.” Así expresa el discurso “oficial” el lingüista Claude Hagège:

El francés parece estar hoy a disposición de Europa (…) en calidad de lengua bastante bien situada para prestar su voz a un gran diseño compartido, sobre todo porque, pese a la presencia de Gran Bretaña, que complica la situación, la adopción del inglés americano como lengua principal de Europa quitaría bastante de su fuerza persuasiva a la acción de la Comunidad Europea que está orientada a definir su autonomía. Así puede ser proclamada razonablemente la causa del francés como lengua de Europa…4
     Asumida ya por los estrategas galos la posición universalmente aceptada del inglés como primer idioma internacional y lengua global, los esfuerzos de aquéllos se centran en conseguir para el francés el estatuto de “portavoz del otro”, de lengua alternativa. Como los expertos en mercadotecnia saben, no es nada mala la situación de ser segundo, porque despierta muchas simpatías entre los desencantados del líder. Por eso la táctica oficial actual del francés busca potenciar mensajes como la multiculturalidad, o el valor de la diversidad.
      Y en ese escenario estratégico, curiosamente, el papel de un español pujante resulta todavía más incómodo que el inglés para la lengua francesa, porque siendo hoy en día el castellano la segunda lengua internacional en difusión, es la que le disputa al francés esa posición de alternativa a la lengua del imperio.
      Por ello resulta crucial arrinconar al español en las instituciones europeas, una cancha en la que Francia lleva las de ganar.
      La última derrota del español se ha producido en noviembre de 2010, tras decidir la UE que las patentes sólo se pueden hacer en inglés, francés y alemán, haciendo caso omiso de la débil presión ejercida por el gobierno español.
      Porque en otro aspecto en el que lleva clara ventaja Francia a España es en el de la hinchada, o sea, el consenso y apoyo que suscita la lengua común entre la ciudadanía. Ya quisiera uno ver en España el consenso que genera el francés en Francia y el apoyo que tienen las políticas de promoción del francés por parte de la ciudadanía y los políticos
5.

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3  Czeslaw Milosz, Abecedario. Diccionario de una vida. Madrid, 2003, pág. 133.
4 Claude Hagège, Le français et les siècles, París, 1987, págs. 250-1.
5  En los días que ultimo este artículo, a mediados de enero de 2011, han aparecido algunas columnas en la prensa criticando el dinero público dedicado a la difusión internacional del español. Valga como ejemplo la columna de Jordi CALDENTEY “Més de 100 milions d’euros per a l’espanyol en plena crisi” (Diari de Balears, 15-I-11), en la que su autor censura al Gobierno por dotar al Instituto Cervantes con ese presupuesto anual.


L
A CULTURA, ESA GUINDA

      De nuevo, los alegres guarismos de la propaganda: En Estados Unidos—apunta Francisco Moreno Fernández, director académico del Instituto Cervantes—, se ha pasado de un 60% de alumnos que elegían español en la enseñanza pública secundaria a un 80% en 2010. En Brasil, el número de estudiantes de español ha crecido del millón que lo cursaban en 2006 a los cinco millones que lo eligen hoy día. En todo el mundo, a fines de 2010 lo estudiaban más de 14 millones de personas.
      Ese despliegue de musculatura numérica no es baladí: forma parte esencial de la estrategia de organismos como la RAE o el Instituto Cervantes, una estrategia que vende el español como una lengua de encuentro, un idioma global de amplia rentabilidad. Es el nuevo panhispanismo mencionado arriba.
      Un artículo de opinión publicado el 29 de diciembre de 2010 en
The New York Times bajo el título “Primero Hay Que Aprender Español. Ranhou Zai Xue Zhongwen” ilustra esta tendencia pro-lengua española, que su autor, Nicolas Kristof, justifica desde varios puntos de vista: desde la imparable explosión demográfica de la población hispana en los EE.UU. hasta el crecimiento económico de Latinoamérica, que puede propiciar una cierta confluencia estratégica de intereses entre la América del Sur y la del Norte6.
      Pero ese brillante despliegue no carece de su reverso. En esa misma columna tan panhispanista se desliza una frase que señala el talón de Aquiles de la lengua de Cervantes en los EE.UU.: “Spanish may not be as prestigious as Mandarin (…)”, deja caer de pasada, casi sin quererlo, el autor entre las convincentes razones que esgrime para el aprendizaje del castellano.
      Y varios de los más de doscientos lectores que comentan la columna coinciden con el periodista en ese prejuicio. Así concluye un lector, discrepante sin embargo con el columnista en la utilidad de estudiar un “idioma de inmigrantes” que en cualquier caso aprenderán inglés: “
Latin America continues to be an arena of the Baroque-beautiful, romantic, violent, ruthless and anti-modern. But don't get me wrong—I love it.”
      La imagen de una lengua está muy ligada al desarrollo socio-económico de sus hablantes o de los países en los que es oficial, y parece que, a nivel imagológico, en los Estados Unidos la marca “lengua española” anda demasiado asociada a los prejuicios negativos que el
wasp (o el redneck) posee de la inmigración latina. Culturalmente, parece que todo lo más que está dispuesto a aceptar el norteamericano medio es ese universo sudoroso de novelistas tropicales que recrean sin cesar historias de dictadores raciales y gente de tierras calientes, un mundo “romantic, violent, ruthless and anti-modern.”
      Y esa imagen negativa acaba calando en los propios hispanos en los Estados Unidos, quienes, en su mayoría inmigrantes de escasa escolarización, no poseen las armas de la cultura y la palabra para defenderse de los prejuicios, pues bastante tienen con sobrellevar el día a día. Es el tributo del pobre, como lo describen certera y crudamente los versos de José María Valverde:
El que es siervo no habla español, ni habla inglés, ni habla nada; su palabra es la mano de un náufrago que se agarra a las olas, y las cosas le pesan y embisten sin volverse lenguaje.
      Así pues, esa imagen negativa acaba calando en los propios hispanos de Estados Unidos, que, inermes ante el tópico, terminan por interiorizar esa “carencia”, por desarrollar un complejo de inferioridad cultural y lingüístico y por procurar con todas sus fuerzas que la siguiente generación se libre del “estigma” de la lengua y la olvide. Todo para que se integre, todo como obligado denario debido al progreso, al American dream.
      Un complejo auspiciado y fomentado, claro está, por movimientos de cariz xenófobo como
English Only o por élites o ideólogos asustados como Huntington7. (Curiosamente, esas mismas élites luego contratan a nannies latinas con la orden de que hablen a los retoños en castellano y escolarizan a los niños en programas bilingües, para asegurarse de que sus cachorros dominen el español).
      Parece en fin que, aunque aupada por la gran expansión demográfica de la inmigración latina, la gran batalla de la lengua española en Estados Unidos no es la del número de hablantes, sino la del prestigio, la de la imagen. Es sobre todo una batalla cultural. Creo que un avance cuantitativo, si no viene acompañado de uno cualitativo, no sirve de mucho. Es menester pues prestigiar en Estados Unidos la cultura en lengua española, hacerles ver a los norteamericanos la riqueza y profundidad de la lengua de Quevedo y Borges, de Neruda y Alfonso Reyes, de Buñuel y Almodóvar.
      La tarea no es sencilla, pues no se trata únicamente de mercadotecnia (somos conscientes de los flancos débiles de la lengua española: su poca presencia en los foros de investigación científica, por ejemplo). Pero sí es preciso elaborar una estrategia ambiciosa que presente una lengua “enriquecida” con cultura, una lengua que no considere la cultura como una guinda, sino como algo esencial de nuestra manera de estar en el mundo. De modo que, remedando a Hölderlin, se pudiera sostener que nosotros, los hispanos, “es culturalmente como habitamos el mundo.” Y esto, vale no sólo para la imagen del castellano en los Estados Unidos. Como afirma el lingüista español Ángel López García, “lo que el siglo XXI está debatiendo es cuáles serán las lenguas internacionales del futuro y qué papel le cumplirá desempeñar a cada una.”
8 Recuerdo con especial terror una velada en la que un diplomático español me sometió a la tortura de prestar atención a sus ideas de promoción de la lengua, que comprendían su incansable trabajo hasta lograr que un turista alemán en el aeropuerto de Yakarta pidiera una hamburguesa en español. Ésa sería, según él, la piedra de toque que debería medir el éxito de la labor cultural exterior de España. Como el diplomático parecía más bien caer en el tipo relajado y zascandil, no temo por un agotamiento de su salud. Porque eso—la petición de una hamburguesa en Yakarta valiéndose del español—, evidentemente, no va a suceder. Le guste o no al iluso diplomático, la comunidad internacional ya ha elegido la lingua franca para las décadas siguientes, el idioma al que la gente, independientemente de su lengua materna, va a recurrir casi automáticamente en la terminal internacional de un aeropuerto para pedir una hamburguesa o para emitir una rápida disculpa cuando tropieza con otro viajero. Y ese idioma no es otro que el inglés, “la lengua del imperio”.
      En el mundo globalizado actual, el futuro de las lenguas en el gran bazar de los idiomas anda estrechamente vinculado a su capacidad de poder acceder a un estatus de “lengua mediática”. Las lenguas—y por extensión, las culturas—que logren adaptarse al mercado global y a sus medios, aquellas que muestren la suficiente agilidad, flexibilidad y capacidad de innovación, o simplemente aquellas que tengan algo que vender, lograrán sobrevivir y no ser arrinconadas por este periodo histórico.
      En el mundo globalizado actual, cada lengua debe buscar su nicho de modo realista, de acuerdo a sus circunstancias, y creo que el gran reto del español reside en consolidarse como lengua alternativa o complementaria a la lengua dominante. Lo que no está nada mal, porque esa posición abre inmensas posibilidades “empáticas” que la primera lengua internacional no puede cubrir. Creo que en ese escenario, el inglés y el castellano no deberían tener en modo alguno una relación de rivalidad, sino más bien de alteridad complementaria que dependa del contexto comunicativo. Así, la lengua española resultaría bien propicia para establecerse como puente comunicativo entre civilizaciones distintas (por ejemplo, entre la civilización occidental y la islámica, teniendo en cuenta los recelos, cuando no la franca animadversión, que suscita el inglés en amplias capas de las sociedades islámicas
9).
      En ese contexto, el porvenir de nuestro idioma como lengua internacional dependerá en gran medida de su capacidad para constituirse en instrumento de diálogo entre las distintas civilizaciones. Prestigiar la imagen de la lengua española potenciando su vertiente cultural significa incrementar su capacidad de instrumento de diálogo (y por ende, su influencia, su “poder blando”). A fin de cuentas, por expresarlo en palabras del escritor mexicano Gabriel Zaid, ¿qué es la cultura sino el crear espacios o momentos de conversación, de diálogo?
      El problema, por el momento, es que nuestra lengua crece con gran vigor “hacia dentro”, en hablantes nativos, pero no tanto “hacia fuera”. ¿Cuántos indonesios o rusos aprenden español? Sólo los que necesitan hacer negocios en los países hispánicos. Hoy por hoy, el español es una lengua internacional, pero no llega a ser del todo una lengua puente.
      Considero que la cultura, bien diseñada y gestionada por los países hispánicos, sería una importante baza para superar esa carencia. ¿Se está haciendo? Algo se está haciendo, sobre todo de parte de España y—en menor medida—México. En las dos últimas décadas hemos asistido a valiosas operaciones culturales nacidas en el mundo hispánico: el desarrollo espectacular de la arquitectura y el urbanismo en España (con la consiguiente eclosión de ciudades entregadas al turismo cultural, como la Barcelona post-olímpica, o el Bilbao post-Guggenheim), el propio Instituto Cervantes… Una de las más recientes, el exitoso pabellón de España en la expo de Shanghái. La inversión que España está haciendo en su cine es muy meritoria, y los resultados, más que notables. Por ello choca observar el poco interés que cosecha el cine español en su país de origen y que contrasta con el que despierta en otras naciones, como Filipinas, donde se sigue con atención. (Y se seguiría mucho más, por cierto, si los productores, distribuidores y las instituciones españolas—desde el ICEX al ICAA—actuaran con más decisión y emularan las conductas, por ejemplo, de la industria editorial española).
      La presente crisis económica que azota a España está sirviendo de correctivo a algunas de las malas prácticas en que había caído la política cultural española en los últimos años: duplicidad de instituciones y actuaciones, dispersión de objetivos, canibalización de programas, improvisación, descoordinación entre organismos, derroche… Era descabellado el mantener tres agencias estatales dedicadas a la ejecución de exposiciones. El gobierno español ha necesitado esta draconiana crisis para fundir a la SEACEX, la SECC y la SEEI—qué mareo de siglas—en una sola agencia que se dedica a lo que se dedicaban las tres. Quién sabe, quizás la crisis sirva también para lograr el milagro de que los funcionarios de la Administración española logren cooperar en el diseño y la ejecución de la política cultural de España.

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6  KRISTOF, Nicolas, “Primero Hay Que Aprender Español. Ranhou Zai Xue Zhongwen”, en The New York Times, Opinion, 29-XII-2010. Una sugerente tesis en la línea de confluencia de intereses estratégicos entre la América hispana y la anglosajona y sus repercusiones lingüísticas aparece en el reciente ensayo de Ángel López García Anglohispanos. La comunidad lingüística iberomericana y el futuro de Occidente (Ediciones Península, Barcelona, 2010)
7  HUNTINGTON, Samuel P., Who Are We: The Challenges to America's National Identity. New York, 2004.
8  López García, A., El boom de la lengua española. Análisis ideológico de un proceso expansivo, Madrid, Biblioteca Nueva, 2007. Pág. 59.
9  Ésa es la tesis que formula Ángel López García en su ensayo Anglohispanos. La comunidad lingüística iberomericana y el futuro de Occidente (Ediciones Península, Barcelona, 2010).


EPÍLOGO FILIPINO

      ¿Y en Filipinas?
      Vaya como aviso que este epílogo está empapado a párrafos de oscuros humores melancólicos, como acaso corresponda inevitablemente a quien escribe herido por una ausencia, habiendo crecido hispanohablante en un país
hispanoausente, en el único país que ha perdido la lengua castellana.
      Aparte del interés personal del que firma este artículo, se preguntará usted, querido y paciente lector, qué importancia puede tener la recuperación del castellano en Filipinas. Como sostenía arriba, Filipinas es una cancha de cierta entidad para el español por su relevancia simbólica. Para los estrategas del español, estar presente en Filipinas supone sumar un cuarto continente ―Asia, el continente estrella― a sus dominios, tener una lengua “donde no se pone el sol”. Quizás por ello Filipinas aparece contra toda lógica factual en los “mapas del español” como un país “semi-hablante”. ¿Es un país semi-hispanohablante? ¿Lo fue alguna vez?
      En la novela
El filibusterismo, publicada por Rizal en 1891, el filibustero Simoun reprende a Basilio por sus planes de progreso: “¿A qué venís ahora con vuestra enseñanza del castellano, pretensión que sería ridícula si no fuese de consecuencias deplorables? ¡Queréis añadir un idioma más a los cuarenta y tantos que se hablan en las islas para entendernos cada vez menos!...” Ante la tímida respuesta de Basilio, Simoun le endilga el siguiente discurso:
El español nunca será lenguaje general en el país, el pueblo nunca lo hablará porque para las concepciones de su cerebro y los sentimientos de su corazón no tiene frases ese idioma: cada pueblo tiene el suyo, como tiene su manera de sentir. ¿Qué vais a conseguir con el castellano, los pocos que lo habéis de hablar? ¡Matar vuestra originalidad, subordinar vuestros pensamientos a otros cerebros y en vez de haceros libres haceros verdaderamente esclavos! (…) Por fortuna tenéis un gobierno imbécil. Mientras la Rusia para esclavizar a la Polonia le impone el ruso, mientras la Alemania prohíbe el francés en las provincias conquistadas, vuestro gobierno pugna por conservaros el vuestro y vosotros en cambio, pueblo maravilloso bajo un gobierno increíble, vosotros os esforzáis en despojaros de vuestra nacionalidad! (…)10

      Rizal escribió estas líneas a punto de entrar en la última década del siglo XIX, cuando Filipinas todavía se hallaba bajo el dominio español. Tres lustros después, perdida ya la colonia en favor de Estados Unidos, el erudito español Wenceslao Retana coincide con el personaje rizaliano en su pesimismo sobre el futuro del castellano en Filipinas: “(…) al cabo de tres siglos y medio de continuo roce, los españoles (con exclusión de los frailes) nos hemos quedado ayunos de las lenguas filipinas, y los filipinos (salvo los más o menos instruidos), ayunos de la lengua castellana. No tuvimos un idioma común; (…) así como el castellano no pudo ser, ni hubiera nunca llegado a ser, el lenguaje popular de Filipinas, tampoco lo será el inglés, porque no puede ser… ¡ni debe ser!”11
      Y sin embargo, la lengua española estuvo presente, fue parte de nuestro devenir como pueblo. El escritor Antonio Abad, en un pasaje inicial de La oveja de Nathán, quizás la más importante novela hispanofilipina del siglo XX, relata el encuentro del protagonista con un amigo en una
pansitería “regentada por un chino de Macao”. El camarero chino les atiende mascullando una “mezcla de castellano sin erres y tagalog jeroglífico”. La época de la acción: 1916. Todavía en la Manila de la segunda década del siglo XX, el español cumplía un papel de lingua franca12.
      Pero si aún en las dos primeras décadas del siglo XX se publicaban veintisiete diarios en español
13 y en 1940 la Oficina de Publicaciones contabilizaba ochenta publicaciones en castellano14, las trabas a la enseñanza del idioma impuestas durante la ocupación norteamericana y las consecuencias de la contienda mostrarán un paisaje muy distinto a partir de 1945: después de la II Guerra Mundial, a la que sobreviven algún diario y escasas revistas de corta vida o de alcance regional, ya erradicado el castellano de la educación, se puede certificar la práctica desaparición del español de la vida pública en Filipinas. El Tiempo y el Trópico hicieron el resto.
      ¿Cuál es su situación hoy? Si analizamos la percepción de la lengua entre la población, la imagen de la lengua española en Filipinas ofrece una interesante panoplia de matices, debido a sus especiales circunstancias históricas:

•Es la lengua del conquistador. Una lengua que a lo largo del siglo XX ha venido a encarnar todos los males de la colonización—ya sea española o estadounidense—y de los abusos de la oligarquía filipina. Una lengua que se convirtió en símbolo contra el que se movilizaron los movimientos progresistas de la sociedad y que, tras mucha presión y movimientos estudiantiles durante las décadas de 1970 y 1980, cuando cayó la dictadura de Marcos se logró erradicar de los planes de estudio, en los que aparecía como obligatoria.
•Es la lengua de los evangelizadores en un país muy católico. Aunque no evangelizaron en ese idioma, sino en las lenguas nativas, este hecho le otorga ciertamente un grado de prestigio.
•Es la lengua en la que escribieron los clásicos de la literatura filipina y los Padres de la Patria, los “héroes” que forjaron la independencia. Desgraciadamente, esta imagen, netamente positiva, no es muy operativa entre la población filipina, que ha sido “educada” en el desconocimiento de amplias etapas de su Historia.   
•Es una lengua internacional de gran utilidad en EE.UU. Esta imagen va cobrando más importancia en Filipinas, en la actualidad uno de los mayores exportadores mundiales de mano de obra y cantera principal de los centros de llamadas.
•Es la lengua de la clase alta, de los
mestizos. El vocablo “mestizo” posee connotaciones opuestas en España y en Filipinas (o en algunos países de América ―pienso en Perú, Bolivia o Ecuador― donde el porcentaje de la población puramente indígena es elevado). Si en España la palabra “mestizo” connota semas positivos de diálogo, tolerancia, intercambio cultural…, en Filipinas alude sin duda a realidades o valores de la clase alta. En una sociedad tan clasista como la filipina, en la que la raza y la piel cobran tanta importancia, el idioma español, tradicionalmente el marchamo de la clase dirigente, no suele dejar a nadie tibio: goza de un prestigio especial a la vez que provoca un rechazo notable.
•Es una lengua fácil. Esta imagen nace de la considerable cantidad de vocabulario que el español comparte con las lenguas vernáculas filipinas.  
•Es una lengua romántica. De nuevo encontramos una imagen importada de EE.UU. El f
actor Hemingway seguramente influye en esa consideración, pero quizás sea más determinante el hecho de que la percepción que un norteamericano tiene de la lengua llega a través del español latinoamericano, más cadencioso que el peninsular. Hace ya varios lustros que el español sustituyó al francés como lengua de amor en la música popular, y esa tendencia nació en Estados Unidos.
      Como vemos, una interesante y variada combinación de semas positivos y negativos que haría las delicias de un profesor de publicidad o comunicación. ¿Qué táctica adoptaría un publicista para mejorar—o sea, vender mejor—la imagen de la marca “lengua española” en las Islas? Claramente, reforzar los semas positivos y minimizar los negativos. Creo que en el Instituto Cervantes de Manila (al menos en su área de Cultura, que son mis interlocutores habituales) lo tienen claro. He conversado en varias ocasiones sobre este asunto con ellos y estamos de acuerdo en lo general, si bien discrepamos en puntos particulares. Entre éstos, el más notorio es del acercamiento a la historia de Filipinas. Ellos se empecinan en visitarla recurrentemente; yo, en que los kastilas no la toquen hasta que se reformen los textos escolares y el periodo colonial español deje de inocularse a los niños como una reedición de Uncle Tom’s Cabin15.
      Al igual que en las campañas electorales los resultados de los partidos no dependen tanto de lo que digan cuanto de los temas que se traten (si la discusión se centra en la seguridad ciudadana, gana la derecha; si en las pensiones o la asistencia sanitaria universal, gana la izquierda), existen temas que no apelan al raciocinio sino a las vísceras. Y en Filipinas, la historia de la etapa española es uno de ellos. Es un error fatal el reducir la Historia al tamaño de nuestros complejos, pero eso es lo que hemos hecho los filipinos durante décadas, al tragarnos toda la papilla propagandística estadounidense. Con el fin de borrar la huella hispana, nos aseguraron que nuestro pasado y nuestra tradición son rémoras para el Progreso, que sólo hay que mirar al Futuro. Y nos lo creímos. Todo para descubrir un día que un pueblo sin conciencia de su pasado es un pueblo sin alma, que sin memoria somos una sociedad enferma y sin rumbo. Y así nos hallamos ahora: desorientados, a la intemperie, tan desamparados como un replicante de
Blade Runner. Mientras, se cayeron podridos de abandono los edificios y monumentos del periodo español, pero también los del norteamericano y los de nuestra independencia. Mientras, se pudren y desaparecen en los sótanos de bibliotecas o archivos infradotados las voces de nuestros antepasados, escritas en una lengua que nos forzaron (y nos forzamos) a olvidar…16
      Con todo, parece que después de la eliminación de la lengua en la enseñanza a finales de los 80, los peores tiempos para el español han pasado y hay signos evidentes de la creciente penetración de la lengua de Cervantes y Balmori en las Islas y de una recepción más positiva por parte de la población. El novelista Sionil F. José, patriarca de las letras nacionales y máximo representante del intelectual de izquierdas filipino, afirmaba recientemente en un artículo que se arrepentía de no haber aprendido español y abogaba por su vuelta a los programas de Secundaria: “I consider my inability to speak Spanish not just a personal loss but a national loss as well. Our ignorance of Spanish denies us a direct knowledge of much of our own past. (…) A truncated sense of nationalism was responsible for the elimination of Spanish in the college curriculum. (…) It should be returned to now, not in college, but in high school.”
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      Sintomáticas declaraciones del cambio de los tiempos, porque hace 30 ó 40 años ningún intelectual de izquierdas filipino hubiera osado formular deseos de esa jaez, so pena de ser condenado por felonía y arrojado al Inferno de silencio en el que habitaba Nick Joaquín.
      Sionil José desconoce que en 2010 el gobierno del país ha reintroducido el castellano como lengua electiva en la secundaria y que ya hay 54 institutos que lo ofrecen a sus alumnos. Además, 102 profesores filipinos siguen los programas de formación de docentes de español de secundaria.
      Fue una operación de notable visibilidad mediática y que ha galvanizado entusiasmos entre las huestes panhispanistas de América, Filipinas y—sobre todo—España, con felices consecuencias para algunos de sus protagonistas (como la concesión en 2009 del Premio Internacional Don Quijote de La Mancha a la presidenta de Filipinas Gloria Macapagal, al alimón con Vargas Llosa, nada menos).
      Fui parcialmente testigo de cómo se gestó esa operación de “reintroducción del castellano”, cuyos albores hay que situarlos en las conversaciones que a mediados de 2007 mantuvieron los responsables del Cervantes de Manila y Humberto López Morales para que éste impartiera unas charlas en Filipinas.
      A principios de agosto de 2007, según recoge un despacho de la agencia de noticias española EFE, en una conferencia en Buenos Aires sobre la lengua española, López Morales afirmó que la gobernante filipina estaba estudiando devolver al español la condición de idioma oficial que perdió en 1987 y para ello pediría colaboración a España durante la visita oficial prevista a ese país a finales de ese mismo año. La colaboración de España podía consistir, según el filólogo puertorriqueño, en el envío de profesores y materiales para la enseñanza del idioma. Apuntaba además que posiblemente en enero de 2008 Macapagal podría dictar un decreto “que oficialice el español”, en respuesta a una sugerencia del Instituto Cervantes de Manila, que en abril de 2007 le solicitó que volviera a incluir el estudio del español como lengua oficial dentro del currículum de los alumnos de la escuela pública. Todo ello “si Macapagal logra ayuda de las autoridades de España”, apuntaba astutamente López Morales.
      No había nada, pero todo funcionó siguiendo el clásico esquema de los bulos y las bolas de nieve: la agencia EFE lanzó la primicia en una nota el 8 de agosto de 2007, la prensa peninsular empezó a hablar de ello y la Administración española recogió el guante hasta el punto de que se convirtió en el punto principal en las agendas de los encuentros entre ambos países y provocó una cadena de declaraciones y anuncios públicos por dirigentes de ambos gobiernos. Fue, así hay que reconocerlo, una operación mediática perfecta, gestionada con mucha intuición por un político de raza metido a académico de la lengua: Humberto López Morales.
      Los capítulos siguientes son ya más conocidos. Tras varias declaraciones públicas de altos dirigentes filipinos y españoles y de la presidenta de Filipinas, en el marco de la V Tribuna España–Filipinas, celebrada en Barcelona en febrero de 2010, se firma el convenio entre los ministerios de Educación de ambos países por el que se reintroduce el castellano como lengua optativa en la enseñanza secundaria filipina.
      Mientras que en las Islas la noticia no produce gran expectación, la repercusión en la prensa española es la previsible: aparecen titulares del tipo “El español reconquista Filipinas”
18. Titulares que en su sensacionalismo desconocen que esa pretendida reconquista es una gota en el mar de la enseñanza secundaria filipina: el español se introduce en la Secundaria como lengua optativa, junto al japonés y al francés, y de él se beneficiarán como máximo 7140 alumnos de una población de cinco millones de escolares.
      La misma euforia hace pasar por alto una evaluación profesional del modelo elegido para la “reimplantación” del castellano, modelo que parece atender más a un interés mediático que al criterio de efectividad pedagógica. Así pues, se opta por la elección de uno o dos colegios-piloto en cada una de las diecisiete regiones administrativas del Archipiélago. Desde el punto de vista propagandístico, es resultón, pues permite declarar a sus gestores que gracias al programa “la lengua alcanza todos los rincones del país”. Pero asusta pensar en los resultados que podrá conseguir un profesor en las remotas provincias de Isabela o Samar con tres horas de español a la semana.
      Frente a este modelo extensivo pero epidérmico, sostengo que una aproximación intensiva, articulada en unos pocos institutos de bachillerato bilingües que ofrezcan el bachillerato español además del filipino, de los que salgan anualmente unas centenas de bachilleres en ambos sistemas educativos, dará muchos más frutos. No hay que inventar la rueda, pues se trata de un modelo que España ya está aplicando con enorme éxito en los países del este de Europa. Tampoco se trata de eliminar el uno y sustituirlo por el otro, sino de crear el intensivo y valerse del extensivo y su valor mediático como algo complementario. Los cerebros y timoneles del programa de reintroducción del español, ¿serán capaces de rediseñarlo de acuerdo con esos criterios de efectividad?
      De nuevo el ubicuo espejo y oráculo del fútbol acude al rescate. En julio de 2010, en Sudáfrica, España venció con un hermoso y eficaz juego en el mundial de fútbol. Por una vez, la selección de España dio ejemplo de coordinación, humilde trabajo en equipo y efectividad, y logrando domar miedos escénicos, vértigos, demonios particulares y el peso de la Tradición, supo controlar y rematar en los momentos justos y se coronó campeona del mundo. En estos días de enero de 2011 en que ultimo este artículo, Sudáfrica, la cancha donde aconteció “la mayor ocasión que vieron los siglos”, se promociona como destino turístico mediante un lema que quiere sonar a mis oídos como un mantra: “
It’s possible”. Quién sabe…

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10  RIZAL, José, El filibusterismo. Cito por la edición del Centenario. Quezon City, 1958, págs. 47-8.
11  RETANA, W. E., Del porvenir del castellano en Filipinas. Revista histórico-bibliográfica. Madrid, 1905, págs. 84-5. Véase edición moderna en “Wenceslao Emilio Retana: Del porvenir del castellano en Filipinas (ordenado y dispuesto para la imprenta por Isaac Donoso Jiménez)”, en Analecta Malacitana. Revista de la sección de Filología de la Facultad de Filosofía y Letras, Málaga, Universidad de Málaga, 2007, vol. XXX, núm. 1, pp. 225-226.
12  ABAD, Antonio M., La oveja de Nathan. Ed. La Opinión, Manila, 1928. Pág. 16. Sobre la presencia del español en las Islas, véase SUEIRO JUSTEL, J., La enseñanza de idiomas en Filipinas e Historia de la lingüística española en Filipinas (1580-1898).
13  MARIÑAS, Luis, La literatura filipina en castellano. Editora Nacional, Madrid, 1974. Pág. 10.
14  MOJARES, Resil, Origins and Rise of the Filipino Novel. UP Press, 1998, pág. 374. Si bien en este punto asistimos de nuevo a un baile de cifras dependiendo de a qué autor acudamos. Jesús Z. Villanueva afirma en su libro History of Philippine Journalism (edición del autor, Manila, 1932, págs. 196-200) que todavía en 1929 se contaban 66.000 lectores de diarios en español frente a los 36.000 de diarios en inglés o 62.000 de periódicos en tagalo. El problema de raíz es que nadie ha realizado investigaciones exhaustivas acudiendo a fuentes primarias, y los documentos siguen durmiendo en los archivos cubiertos de polvo (cuando no en peores condiciones).
15  Recuerdo una conferencia impartida hace unos años por el historiador y musicólogo norteamericano William Summers en la Universidad de Ateneo. La charla versaba sobre la imagen del mundo hispánico transmitida a los filipinos por la administración colonial estadounidense. En el curso de su interesantísima disertación, Summers proyectó algunas láminas sobre “los pueblos del mundo”, sacadas de un libro de texto con que los tomasitos, la primera legión de profesores yankis enviados a “civilizar” Filipinas, enseñaban a los niños de seis a diez años. Imbuida del inevitable eurocentrismo de la época, la serie de ilustraciones intentaba representar lo más característico ―o sea, lo más tópico― de las más importantes naciones occidentales. Así, los ingleses aparecían encarnados en un lord, los franceses en una pareja galante de la corte de Luis XVI, Italia retratada como un simpático gondolero… La imagen dedicada a los españoles recordaba a un grabado de Goya: dos torvos personajes embozados en capas se miraban aviesamente, prontos a la lucha cainita. Uno de ellos empuñaba una albaceteña, escondida en la espalda…
16 Uno de los más curiosos episodios de esta tragedia lo protagoniza la desaparición del interesante y coqueto Museo Ayala. Erigido en 1974 por Leandro Locsin, el arquitecto filipino más importante del siglo XX, y considerado un notable ejemplo del uso del cemento al desnudo en la arquitectura de los 70, fue derrumbado al inicio del siglo XXI con el fin de hacer espacio para el centro comercial Greenbelt de Ayala Corporation. Quizás con la intención de obtener el visto bueno de la familia Locsin a la demolición, Ayala Corporation encargó la construcción del Nuevo Museo Ayala a Leandro Locsin, hijo de Leandro Locsin. La bizarra pirueta, que en otro país hubiera generado ríos de tinta en la prensa y feroces campañas de conservacionistas, además de hacer las delicias de las tribus psicoanalistas de estirpe freudiana especializadas en complejos de Edipo, aquí apenas tuvo repercusión mediática ni provocó quejas de instituciones, intelectuales o ciudadanos.
17  JOSE, Sionil F., “Why Spanish?”, The Philippine Star, 9-I-2011.
18  El imparcial, 7-XI-2008.