Navigation
Revista Filipina, Segunda Etapa. Revista semestral de lengua y literatura hispanofilipina.
Verano 2018, Vol. 5, N
úm. 1
PDF: Por Dios y por España


BIBLIOTECA


POR DIOS Y POR ESPAÑA

GUILLERMO GÓMEZ RIVERA



Tenía la vista nublada. Apenas podía ver. Estaba medio consciente. Podía oír voces. Voces de muchas mujeres hablando en bisaya quiniray-a entre risillas prolongadas. Le dolía casi todo el cuerpo. Acababa de medio despertarse, pero seguía sumido en un letargo extraño. No podía moverse. Parece que estaba paralizado. No podía moverse aunque nadie le había atado sobre una silla de bambú. Era una silla que parecía como un trono de algún rey  pero con el pormenor de tener un  agujero en el centro de su asiento. Apenas podía moverse ligeramente. Quería hablar, pero no le salía la voz.
      Aquella mañana se dio cuenta que estaba sentado en aquella silla de bambú defecando con toda naturalidad.  Y luego sintió que estaba orinando en el mismo agujero de aquella misma silla. Estaba tratando de recordar qué hacia él sobre aquella silla que le servía de trono a la vez de retrete.  No se explicaba cómo había llegado a estar en aquella situación. Y para horror suyo, se dio cuenta que estaba desnudo, completamente desnudo sobre aquella misma silla puesta dentro de un camarín de caña y nipa, más o menos espacioso, que le protegía del sol y de la lluvia.
      De repente se acercaron a él unas mujeres bisayas, todas casi desnudas con un pedazo de tela cruda que solamente les tapaba la parte de la vergüenza.  Un chino joven estaba delante suyo dando unas toallas a las mujeres indígenas que le empezaron a fregar todo el cuerpo con agua y jabón.  Dos de ellas le medio levantaron del asiento y la primera que le había despertado le empezó a lavar el trasero y las partes privadas como si cumpliera con un trabajo rutinario.
      ¿Cómo se siente usted Padre Félix? ¿Se siente bien? ¿Me oye usted? ¿Puede ya usted hablar? Hábleme. Haga el esfuerzo de hablarme. ¿Me reconoce usted Padre Félix? Soy tu sacristán Mónico?
      Entonces se acordó de quién era. Le miró detenidamente al chino cristiano que tenía delante y balbuceó esforzadamente.
      ¿Mo… Mónico? ¿Qué ha pasado?  ¿Por qué me encuentro en esta situación? ¿Quiénes son estas mujeres?
      Usted estuvo durmiendo, o medio durmiendo, por más de un año empezó a explicarle  Mónico.
      ¿Un año?... preguntó mientras tenía los ojos dilatados. Eran ojos azules porque el Padre Félix era burgalés de una familia casi noble por las tierras que tenía allá en la península. Pero eran muchos hermanos y a él le tocó ser sacerdote y venirse de misionero agustino a Filipinas, a la isla de Panay y a esta selva que se encuentra precisamente en el centro de dicha isla de Panay, provincia de Yloílo.
      Quedó como estupefacto. No podía él mismo explicarse cómo estaba en aquella situación. Todo aun le parecía extraño, sorprendente… Otra vez le miró intensamente al chino cristiano que tenía levantado delante suyo.
      Y estas mujeres, de la tribu de los mundós calibuganes, son todas tus mujeres por ley de esta tribu… ―le continuó explicando su sacristán Mónico.
      Se le dilataron más los ojos al Padre Félix y se le abrió la boca desmesuradamente. Quiso gritar pero no pudo. De repente prorrumpió en lágrimas copiosas, llorando como un niño…
      Cálmese Padre Félix. Usted no ha cometido ningún pecado porque usted es víctima, como yo, de estas circunstancias en que ambos ahora nos encontramos. Yo no sé qué pensar, pero estoy convencido que ni usted ni yo hemos pecado contra Dios, nuestro Señor…aclaró el sacristán con voz contrita.
      ¿Pecado?... balbuceó de nuevo el lacrimoso sacerdote― …¿Pecado?
      Es que usted y yo venimos aquí para cristianizar a esta gente… ―continuó el sacristán Mónico―, y como es gente primitiva con sus leyes animistas, nos capturaron a usted y a mí y a poco más nos matan. Pero acontece que los varones de esta tribu han quedado muy enfermos, volviéndose casi inútiles, porque se dedicaron a tomar mucho apián que uno de ellos robó del lejano pueblo de Arévalo, pueblo próximo al Parián de Molo de donde soy oriundo, Padre. Y por esa enfermedad, los hombres habían perdido la virilidad, por esa droga que se llama apián, y las mujeres se quedaron desamparadas en su función natural de procreadoras volvió a relatar el sacristán, Mónico Sinloc.
      Estaban todas hambrientas… No tenían qué comer. Todos sus varones estaban rendidos por el apián y no podían ni levantarse de su postración… Muchos murieron. Y ellas, todas llorando. Corriendo de aquí y allá. Dando vueltas como locas… Y yo les tuve que dar comida nuestra. Toda nuestra cosecha de arroz, de maíz, de habichuelas, de mongo, de papayas, de cebollas, de tomates, de berenjenas para que no se murieran de inanición y hambre… siguió explicando Mónico.
      Entonces, el Padre Félix, empezó a recuperar su memoria y se acordó de cómo llegaron al  lugar en que ahora se encontraban. No quiso acercarse directamente a la tribu de mundós calibuganes por su fama de nómadas y salvajes, porque habían asesinado a no menos de cuatro misioneros agustinos que se habían venido a sus selvas, mucho antes que él, para predicarles el evangelio de Cristo. Esas desgracias, trágicas todas, ocurrieron unos años antes de que él  llegase a Yloílo. Y él ahora se acordaba de que habían luego llegado a este paraje, Mónico y él, con semillas de maíz, de café, de cacao, de papaya, de camote, de calabaza, de cebollas, de tomates, de jengibre, de patatas, de guayaba, de atis, de santol, de tamarindo, de camachile, de calabaza, de berenjenas y de arroz que empezaron a plantar en derredor del camarín que ahora les cobijaban… Y todas las plantas crecieron bien bajo su  cuidado y el de Mónico, que es un agricultor por naturaleza…  Ya habían vivido allí  por más de dos años hasta que las mujeres de la tribu se acercaron a ellos pidiendo comida sin que se enterasen sus hombres y amos atolondrados por el apián.
      Con sus propias manos levantaron el camarín y acorralaron las tierras que ellos esforzadamente abrieron con el arado; que desbrozaron y cultivaron hasta que todo quedase y se pareciese como una gran  hacienda con vergeles. Tenían que asegurarse antes de la subsistencia, de la comida diaria, antes de pensar en convertir a los salvajes que habitaban la selva, la manigua, no muy lejos del lugar donde él y Mónico se habían asentado. Era su plan, su estrategia, no acercarse antes a la tribu porque sabían que tarde o temprano irían a buscarles las desamparadas mujeres porque sus varones nómadas no sabían, nunca supieron cultivar la tierra y sembrar puesto que, por ignorantes salvajes, apenas vivían de la caza y de la pesca y de las frutas salvajes que daba la selva junto a la inmensa pradera que era aquel sitio escondido y lejos de los municipios fundados por los agustinos españoles desde hacía ya casi un siglo.
      Las dos mujeres seguían fregándole el cuerpo al Padre Félix y otra más llegó trayéndole un cáliz lleno de un fuerte brebaje.
      Es su alimento, Padre Féliz… ―le dijo Mónico―. Mientas usted estaba medio dormido, ese brebaje de muchas frutas y jugos y hojas de este vergel y bosque le mantuvo vivo.  Usted comía papas y camote y frutas mientras estaba aletargado… También comía carne de jabalí y de cerdo además de arroz que entre todas ellas cocíamos en agua y sal o asábamos en abundancia. Y también tomaba leche de carabao y de las vacas que tenemos en abundancia… Su cuerpo, robusto por naturaleza, pudo sostener los esfuerzos que estas mujeres han requerido de usted mientras estaba  medio dormido o desmayado.
      El Padre Félix quedó pensativo mientras tomaba quedamente el alimento que se le servía. Empezó a mirar en su derredor. Dentro del camarín había muchas otras mujeres jóvenes. Estaban todas sentadas en bancos de bambú en derredor de aquel enorme camarín que él y Mónico habían construido con troncos de árboles frondosos, bambúes y palmas de nipa. No hablaban aquellas mujeres. Muchas estaban tejiendo palmas de bambú y de nipa para el techo y las paredes del gran camarín. Otras estaban comiendo maíz y  camote y tomando leche de carabao.  Eran solamente tres las que le atendían a él físicamente. La primera era la hija del jefe de la tribu, las otras dos eran sus damas o esclavas que la servían.
      El Padre Félix hizo un ademán de zafarse de las mujeres que le sobaban. Le pidió a Mónico que le trajera ropa para cubrir su desnudez y éste ordenó a la que le fregaba que se lo trajera. Aquélla le hizo caso a Mónico. Se internó en uno de los varios tabiques del camarín y volvió con una sotana. El Padre Félix se la puso encima con ayuda de las otras dos que le hablaban quedamente en su lengua. Y se volvió a sentar, el sacerdote, en otra silla cercana,  haciéndoles a las tres mujeres un ademán de que le dejaran solo. Las otras dos se apartaron de él y se sentaron en cuclillas en un próximo rincón.  Dentro de unos instantes, una de ellas recogió de debajo de aquel trono bacín de bambú un cubo grande que contenía el excremento del sacerdote recién despertado para llevarlo fuera del camarín a un pozo negro distante.
      Y Mónico le dijo: Usted es el padre de los niños que cada una de ellas traerá al mundo. Las que ahora están en estado por usted, son sesenta y tres ―le dijo Mónico con voz clara pero tranquila.
       El Padre Félix le miró intensamente a Mónico preguntándole con la mirada si aquello era verdad… Y Mónico le afirmó con la cabeza y añadió:
      Yo seré también el padre de los hijos que otras quince de ellas han de traer al mundo.  Las mías no están ahora en este camarín. Están en otra casa, también de nipa y bambú, cerca de aquí. Tenemos en total a ochenta y cinco mujeres que ahora nos ayudan a cultivar la tierra, recoger la cosecha, cocinar nuestra comida cuotidiana y traernos agua del cercano río.
      Y los hombres de la tribu. ¿Dónde están? preguntó el Padre Félix.
      ―Están convaleciendo lejos de aquí. Son estas mujeres las que también les están dando el diario alimento ya que se encuentran incapaces de cazar como antes. Y es por eso que no nos hacen daño.
      ―Pero a mí, que no me usen ya.  Eso,  ¡Jamás! Me resigno a lo que me obligaron a hacer sin mi entero conocimiento ―declaró el Padre Félix solemnemente.
      Les voy a hablar de su decisión Padre Féliz.  Yo, también creo que no he pecado. Pero ahora, como tengo pleno conocimiento de todo, también les diré  que no he de pecar otra vez. Vamos a hablarlas para que entiendan nuestra situación y nuestra misión, Padre Félix.
      Bien. Y que Dios nos ampare.
      Y el Padre Félix buscó su vieja alcoba al fondo de aquel mismo camarín y allí se encerró trancando fuertemente su puerta de madera. Se acostó para dormir normalmente sin nada de los brebajes que antes le dieron a tomar las mujeres que le engañaron.
      Mónico llamó a todas las mujeres a su derredor y les dijo que como ya estaban todas en estado, que no fueran a acercarse al Padre Félix que, al salir del largo desmayo en que le sujetaron, pues tenía que reposar tranquilamente y recuperar las fuerzas. Añadió que todas ellas tan solamente  pensaran en cuidarse la salud para prepararse a dar a luz a los bebés que llevaban en sus entrañas.
      Por un lado, les añadió, que tendrían que escuchar lo que él y el Padre Féliz iban a decirles, cada mañana,  sobre un Dios en el cielo que mandó a su hijo a la tierra para redimirles del infierno; que es un paraje tenebroso que describen los libros  como un lugar lleno de hambre y de fuego y que castigaba a los que vulneraban los diez mandamientos de Dios… Y les empezó a recitar los diez mandamientos en su lengua.
      Ellas comprendiendo su estado y el del Padre Félix, aprendieron el catecismo mientras se dedicaban a trabajar la hacienda que les daba el alimento diario. Trabajaban dócilmente todos los días después de saber los diez mandamientos y poner de memoria el catecismo en lengua bisaya. Y así empezaron a vivir sin darse cuenta que se les crecía el vientre.
      Después de unos meses más,  empezaron a dar a luz a sus respectivas criaturas. Las del hombre blanco salieron blancos y blancas.  Las del hombre amarillo, salieron amarillos. El Padre Félix bautizó a todos los bebes juntamente con sus respectivas madres declarándoles a todos cristianos católicos y súbditos de España. Y Mónico, que había venido de una familia grande donde había visto cuidar de muchos bebés, se encargó de establecer un horario a seguir para que cada bebé quedase bien alimentado y bien protegido del sol calcinante y de las lluvias que traían varias calenturas.
      El camarín, con el tiempo, quedó más grande y cada madre empezó a hacer un cuarto para ella y para el hijo que ya balbuceaba. Les deleitaba cada una ver crecer a sus respectivos bebes que ya andaban y corrían por doquier jugando. Las madres estaban todas pendientes de sus hijos exclamando de cómo de bonitos eran. Se iban divirtiendo después de las clases de catecismo, historia sagrada, lengua española y bisaya, e historia de España y el mundo que Mónico les enseñaba con entusiasmo.
      No tardó y se formó así como un gran aula dentro del camarín con todas sentadas en hileras formales de pupitres de bambú y madera. Mónico se desarrolló como un gran maestro que conducía las clases muy estrictamente. La letra con sangre entra era el método pedagógico al que Mónico recurría para dominar al más de un centenar de niños y mujeres que ya tenía, casi sin saber, a su cargo.
      El camarín se convirtió, poco a poco, en una escuela para niños que se disciplinaban eficazmente por el temor y respeto que le empezaron a tener a su maestro y segundo patriarca, Don Mónico Celo… Y Celo porque había hispanizado su nombre chino original, primero Sinloc y, más tarde, en Silo, hasta terminar endulzándolo, a la postre, en Celo.
      Por su parte, el Padre Félix se aislaba estrictamente en sus habitaciones que, en realidad, nos lo convirtieron en un austero claustro sacerdotal. Después de meditar profundamente en lo que le sucedió, el Padre Félix resolvió férreamente apartarse de todas aquellas mujeres para siempre. Con su silencio y su comportamiento contrito y taciturno pero firme, logró impartir sobre todas aquellas mujeres que él era una persona sagrada, un hombre de Dios, y que no podía jamás ser hombre para ellas. Pues que le tenían que aceptar como su padre espiritual y guía práctica para vivir una nueva vida de paz, trabajo y devoción a Jesús sacramentado y a la Virgen María, su madre santísima…
      No tardó y muchas de ellas ya se habían vuelto a los varones de su tribu con quienes estaban destinadas, desde un principio, a servir de legítimas esposas. Aquellos hombres tribales por su parte, al curarse de su drogadicción y de la debilidad corporal que aquel vicio les postraba en una miseria espantosa, empezaron a pensar y  pronto cayeron en la cuenta que debían sus vidas al Padre Felix y a Mónico, que por varios años ya, venían proveyéndoles, a través de sus mujeres profundamente influidas por el hombre blanco y su sacristán, del alimento diario proveniente de la gran hacienda que habían levantado y organizado, por lo que les daba casi todo lo necesario sin que ellos tuvieran que cazar y pescar para comer y para curarse de sus dolencias físicas y así preservarse la vida.
      La Princesa Mabuscag, de la tribu, la primera en valerse del cuerpo drogado del Padre Félix, era la que tomó la jefatura de su tribu, ya que su padre y sus hermanos se vieron inutilizados por los vicios que se apoderaron de ellas…  Ella y su madre, Uluynan, eran las que se acercaron al hombre blanco para que les alimentase con sus buenas cosechas de arroz, maíz, café, tomates, cebollas, papayas, guabas, caimitos, camote y cacao que, a su vez, salvaron del hambre a todos sus hombres. Y era la primera en entender que el Padre Felix ya le había servido con creces a ella y a su gente y que se le tenía que respetar y venerar. Después de un tiempo se casó cristianamente con Mónico Celo.
      ―Dios mío, fue tu voluntad y no la mía, ni la de mi sacristán la que me hizo padre de tantos nuevos cristianos que llevan mi sangre española y mi española fe. Y yo, tras ese largo percance acepto ahora esa voluntad tuya porque soy nada más que tu siervo absoluto. Pero como ya he cumplido con esa voluntad tuya, permíteme Señor volver a ser  el sacerdote tuyo de siempre. Yo nací para ser tu sacerdote y seguiré siendo tu sacerdote, tu soldado y tu siervo hasta el fin de mi vida para gloria de tu nombre ―rogaba callada pero muy intensamente el Padre Félix mientras muchas lágrimas catárticas brotaban de sus ojos y de su corazón puro.
      El sacristán Mónico venía dándose perfecta cuenta del tesón sacerdotal del Padre Félix cada día que pasaba. El empeño en mantenerse célibe ante la posible tentación de las mujeres que le adoraban, le dejaba totalmente admirado del Padre Félix.
      Resuelto ese problema espiritual, el Padre Félix fundó el pueblo de Calinong.
      Éste ―refiriéndose al Padre Félix―, es un santo auténtico ―pensaba Mónico.
      Es fuerte, entero y resuelto de forma sobrenatural.  Yo mismo tengo que fortalecerme. También me apartaré de las otras mujeres que tengo. Me quedaré con solamente una, que es ya mi esposa, la Princesa Mabuscag.  Ella se cuidará de todos mis hijos… mis hijos hasta con las quince otras mujeres con quiénes tuve que dormirme. Me quedaré con solamente  Mabuscag que se cuidará de todo. Mis otras mujeres tendrán que casarse con otros varones de su tribu. Ya me cuidaré de su sustento que incluirá a los que han de ser sus esposos según nuestra Fe cristiana. Se los voy a explicar.
      Y Mónico les convocó a una reunión y les habló sinceramente. Ellas, dada su sencillez le dijeron que le iban a obedecer.
      Los varones de la tribu convalecían poco a poco. Mónico les proporcionaba todos los días el alimento con ayuda de las tres docenas de mujeres que había entrenado como cocineras asistidas por otras tres docenas que se acostumbraron a ayudarles como sirvientas de la gran hacienda, en la que también empleaba a los varones del pueblo ya catequizados y entrenados por el mismo Mónico al cultivo de las tierras que trabajaba y al cuidado del enorme ganado que se multiplicaba por sí solo. También tenía a varones y mujeres que cuidaban de sus gallinas, sus patos, sus gansos y sus pavos.
      El Padre Félix había decidido convertir su grey en un verdadero pueblo, un municipio. Con Mónico formó un grupo de hombres que iban a construir su pueblo y municipio. El Padre Félix indicó dónde se levantaría su iglesia  con el gran camarín sirviendo como la casa tribunal y escuela. Con la iglesia se levantaría su convento apartado de todos.  El cura indicó dónde habría un mercado municipal. Repartió las tierras entre las madres de sus hijos para que con sus padres y hermanos sembraran arroz y maíz y criaran sus gallinas y ganado. Se indicaron las calles del pueblo tiradas a cordel donde se levantarían sus casas de bambú y nipa. Y se indicó la gran plaza cuadrilateral delante del existente gran camarín. No duró mucho tiempo y en unos meses ya se había erigido todo el pueblo y las tierras en derredor, ya repartidas y plantadas de arroz que pronto se cosecharía para consumo de todos.
      Y el tiempo   vino pasando como siempre y todo en aquella comuna se pudo desarrollar tal como lo decidieron el misionero y su obediente sacristán. El resto de la tribu pudo curarse del apián. Los varones aprendieron a labrar la tierra familiarizándose con el uso del azadón y el arado. Adquirieron carabaos del vecino pueblo de Dueñas para desarrollar campos para la siembra de más arroz y la caña de azúcar. Los varones de la tribu como los hijos varones de Mónico Celo pidieron bautismo y casamiento con las hijas del cura, mestizas guapas y bien educadas. Y el pueblo se llamó Calinong, pacificado, y el Padre Cura repartía nuevos apellidos españoles que empezaban con la mayúscula “M”. Y los salvajes mundós calibuganes  se transformaron en filipinos en dos generaciones.
      Muy pocos se acordaron luego del cura  y del sacristán por Dios y por España.