Verano 2018, Vol. 5, Núm. 1
PDF: El tiempo de no-cambio
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EL TIEMPO DE NO-CAMBIO
ELIZABETH MEDINA
El grupo familiar estaba parado en un claro de la jungla. La luminosidad rosada del amanecer apenas empezaba a penetrar el espeso palio de los árboles. El abuelo y la abuela, su numerosa prole ya adulta, los cónyuges y los nietos suficientemente crecidos como para adentrarse con sus padres en lo más profundo de la selva, estaban acompañados de sabuesos guardianes, de pie, ante una roca de proporciones asombrosas, medio enterrada en el claro. No crecían grandes árboles a su alrededor, y los ancianos que ya no estaban habían contado a los abuelos que una noche, cuando los ancestros aún no nacían, un fuego rugió en los cielos, anunciado por ensordecedores truenos y relámpagos que iluminaron el mundo. El resplandor se tragó la oscuridad y el fuego destruyó casi toda la creación. Un único árbol de proporciones gigantes sobrevivió, porque dios Bathala necesitaba poder bajar a la Tierra y sembrar nuevos seres, animales y alimentos. El árbol aún seguía allí, un plurisecular Ficus indica, el árbol mítico que resistió el cataclismo. En él habitaba un poderoso Nono que había que venerar porque era el protector del mundo. Debían elevarle ofrendas siempre para evitar que se olvidase de ellos, en cuyo caso sus vidas serían apagadas como eran extinguidas las brasas vivas por la lluvia en el tiempo de los cielos tristes. La abuela y sacerdotisa, lola Jaba, se puso a recoger ramas y hojas, flores y frutas. Los demás hicieron lo mismo y pronto ya se había armado un emparrado. Con su nieta mayor, Tabgao, lola Jaba armó un altar tras pedir autorización al Nono y a las ánimas que habitaban en la roca y la selva. Listo el altar, lola Jaba entonó una oración, acompañada por ate Tabgao y la familia toda.
Alrededor de ellos los sonidos del bosque habían caído en un profundo silencio. Ya no se oían los monos parloteando, alborotando bulliciosamente por los árboles, ni manadas de loros chillando, ni nubes de pequeños pájaros multicolores revoloteando y agitando miles de pares de alas a través del dosel esmeralda de su catedral viviente. No se sentía ningún raspado entre la hojarasca del cuerpo masivo de un pitón reticulado reptando sigiloso en la espesura. Tampoco se oía ningún rugido de caimán porque el río estaba lejos, a una mañana de caminata. Aquel espacio era sagrado y protegido: ningún espíritu hostil se podía acercar. Lola Jaba y ate Tabgao terminaron su cántico, todos se acomodaron y de las canastas sacaron los alimentos envueltos en hojas de plátano. Algunos de los hombres y muchachos se habían ido con sus baladaos o cuchillos largos y regresaron con mangos, guayabas, langká y cocos que partieron y todos se tomaron el jugo. La familia compartió los alimentos y ora hablaban, ora alguien exclamaba, se sonreían, cantaban y parecían relatar y comentar narraciones breves. Lola Jaba, Tabgao siempre a su lado, observaba y, junto con sus hijas y nueras, aseguraban que desde los más pequeños hasta los más grandes estaban servidos y atendidos. El ritual sencillo se había hecho. Habían presentado sus respetos a Bathala y los anitos, agradecido y pedido protección contra el mal tiempo, los enemigos, los animales peligrosos, los insectos y pájaros que destruían las siembras y enfermaban las abejas, y pidieron la expulsión de los espíritus malignos que causaban la ira, la desarmonía, la tristeza y la enfermedad.
Después de la comida se acostaron a descansar o dormir por un tiempo antes de emprender la caminata de vuelta al río. Apenas se oían las voces y el canto de las aguas, algunos hombres corrieron adelante con arcos y flechas y baladaos, adelante los sabuesos entrenados a detectar buayas, serpientes, jabalíes y tamaraw o carabao salvaje. A esa hora del día sabían que había pocos caimanes; los monstruos dormían, pero la larga experiencia con las bestias los había enseñado a ser cautelosos. Los caimanes eran divinidades, y el sacrificio ritual periódico era necesario para apaciguarlos y obtener su benevolencia. Periódicamente también, conformaban grupos de caza para matarlos, aunque su número nunca disminuía. La familia había perdido a integrantes y animales a las bestias, una y otra vez. No se podía vivir demasiado cerca del río por esta razón, y nunca iban a buscar agua o lavar la ropa sin estar acompañados. Cuando se bañaban ―y amaban el agua― lo hacían dentro de grandes jaulas hechas con fuertes estacas de bambú. Lo mejor era bañarse y lavar ropa en pequeños arroyos. Incluso cuando un grupo de familias vivía junto al mar, sobre todo cerca de las desembocaduras de los ríos, había que tener mucho cuidado porque había caimanes en el mar. También por esta razón, construyeron sus casas sobre postes altos y robustos como protección contra las inundaciones o marejadas, y realizaban un ritual para atraer a un anito especial que protegería cada casa.
El río estaba despejado, dos grandes canoas esperaban en la orilla. El grupo familiar se subió y partió río abajo. Llegaron rápidamente y antes de que oscureciera a las chozas elevadas sobre palafitos. Las mujeres prepararon comida, los hombres trajeron más agua, leña y encendieron una fogata. El canto vespertino de los árboles, el coro de los pájaros maya, los gritos de los loros multicolores, la fragancia de las flores, el arrullo de las palomas, el croar de las ranas, el canto de los grillos y mil sonidos suaves más los envolvieron en la fría oscuridad de la noche. Los búhos ululaban. Bandadas de murciélagos planeaban y se precipitaban por los aires, cazando insectos y pequeños roedores. Los perros ladraban de vez en cuando. Los jabalíes merodeaban en la espesura y se escuchaban repentinamente ruidos estrepitosos cuando se precipitaban contra los matorrales.
Las niñas grandes ayudaron a sus madres a preparar y traer la comida. Lola Jaba, lolo Bitún y los demás mayores estaban sentados alrededor del fuego y lo cuidaban, algunos todavía tejían en sus telares a la luz tenue, otros esculpían alguna herramienta de madera o trenzaban lianas. Los muchachos holgazaneaban cerca, o jugaban con los perros, las mujeres masticaban nuez de betel, todos fumaban tabaco aromático. Mientras comían bebían vino de coco, los grandes hablaban de la caza, de la visita a la aldea vecina, de los campos y animales, de avistamientos inusuales, rumores, bestias de la selva, historias de maravillas reales o imaginadas; para ellos, no había apenas diferencia.
Comían con las manos, usaban platos de hoja y corteza de plátano, sazonando la comida con rocas de sal, frotándolas. Los adultos hablaban de la cera de abeja para hacer velas, de hierbas que había que recoger para las dolencias, de la cerámica rota que había que reemplazar, del algodón, de los tintes y otras cosas para tejer, el próximo viaje a la aldea donde se podía hacer trueques, de quiénes irían y quiénes se quedarían. Los hombres se dirigieron al líder de la familia, el hijo y hermano mayor más fuerte, porque precisaban de hierro que se compraba a un comerciante chino que llegaba periódicamente al asentamiento grande río abajo, para hacer puntas de lanza, cuchillos, ornamentos.
Los niños comían en silencio, escuchando y observando. Terminada la comida las mujeres despejaban y guardaban y los abuelos formaban un círculo con los niños y empezaban los cuentos acerca de los antepasados y los espíritus, y cómo nació el mundo. Los adultos también escuchaban, las madres acunando a sus pequeños, los hombres fumando o afilando puntas de lanza, tallando palos para hacer flechas, ofreciendo comentarios perdidos o contando historias escuchadas a su vez de otros grupos familiares, y así sucesivamente. Los niños contaban sus propias historias de cosas vistas, hechas y soñadas, y siempre hacían preguntas. Las historias estaban salpicadas de risas, gritos de miedo, chillidos de alegría, burlas y regaños.
―Lola ―dijo uno de los niños grandes―, cómo son los anitos, los tauos.
―Ustedes saben, niños, que todo lo que nos rodea vive, porque dentro de ellos habitan las ánimas o los anitos, que son dos en especie: los espíritus buenos y malos, y nuestros venerados antepasados. Los anitos buenos nos protegen y ayudan. Hay un anito que vive en cada casa, está el Apo lakí, el anito de la guerra; están los anitos de la selva, el Tauo sa salugo, y el Tauong-damó. Hay un espíritu que vive en la cima de cada montaña alta, y otro que habita la llanura. Otros espíritus viven en las ramas del árbol balete y en el fondo del lago. Un espíritu provoca tormentas, y otro, el Damolag, protege el arroz en flor en el campo cuando hay un bagyó, un tifón. Cada vez que uno camina por los campos de arroz, sabe que primero debe decir: “Pasing tabe sa nono” para poder caminar libremente, y cuando los mayores trabajan en las sementeras, también deben primero pedirle permiso al nono.
“Lola”, dijo uno de los más pequeños, “una vez no dije pasing tabe sa nono ¡y me picó una abeja!”. Todos se rieron.
Cuando el fuego ya se apagaba se retiraron a las chozas a dormir.
Así es como un historiador prosaico o un escritorzuelo podría evocar ese mundo, pero es casi cierto no fue así, salvo en algunos pocos detalles.
Deben de haber sido personas bastante calladas, amantes del sosiego, apegadas a sus hogares y a su tierra. Las palabras no eran su vehículo de comunicación; cantaban mucho más, o usaban la mirada, chasqueaban la lengua o silbaban. Sobre todo sus saberes eran codificados en los sentires, lo que siente la piel, la presión de la brisa, el calor del sol, el frescor de la noche, del aire que se vuelve tenso, electrizante cuando los espíritus andan desbocados, y nos fustigan transformados en relámpagos y vientos, la frescura del agua, el dolor de una herida cuando uno se corta picando leña, el ardor de la fiebre, la dulce jugosidad de un mango maduro, la solidez, firmeza, ondulación y balanceo del lomo del carabao, el pelo que se eriza cuando uno camina solo por el bosque en la noche cerrada, y siente que acecha el tikbálang, el asuang, o el patianac, un demonio sediento de sangre. Sentires expresados en el amor y la contención, en el compartir y ayudar. Eran intuitivos como todos los indígenas son intuitivos. Pero a diferencia de los aztecas, incas y mayas, no poseían una cultura versada en los rituales y artes de la guerra, del poder sobre extensos territorios, con el fin de administrar y asegurar el acceso a escasos recursos o lujos raros. El único poder que entendían y utilizaban era aquel de la autoridad natural, que obedecía a los imperativos de la supervivencia colectiva de pequeños grupos. El oro, la plata, el nácar, la seda cruda eran para el comercio. Sus artesanías sostenían un nivel elemental de vida que nunca estuvo desprovisto de belleza, facilidad y alegría, de su belleza, su facilidad, su alegría, y que otros llamarían más tarde: fealdad, pereza y pecado.
Su riqueza era el tiempo, el esplendor pacífico y arrullador que los rodeaba, y convivían con los muertos, los antepasados eternamente presentes, que los protegían y anclaban. No pasaban hambre; el entorno era generoso, fluido, apacible; el clima relativamente templado, a diferencia de los desiertos estériles, las llanuras altas, áridas barridas por vientos helados o asoladas por el sol abrazador, y regadas por glaciares. Tales tierras no existían para ellos. Incluso la enfermedad era rara, pero cuando llegaba había plantas medicinales de gran poder. Y cuando llegaba la Muerte, era recibida con ecuanimidad, los moribundos preparados para su viaje y su memoria asegurada.
Habitaban un paraíso, una tierra hermosa y feraz, sabían de la existencia de otros grupos que vivían a distancias considerables de sus huroneras. Nótese que no digo: “…en el Paraíso”, porque tenían sus preocupaciones, que tendían a multiplicarse con la marcha de los siglos, a medida que las fuerzas activas de otros mundos comenzaron a expandirse y a presionar sobre el suyo.
Primero eran los espíritus malignos y los demonios. Luego, los piratas. Al principio raramente, pero con creciente frecuencia, los invasores. Y finalmente, los usurpadores y mentirosos.
En la futura guerra de palabras y acero caliente, estaban destinados a ser derrotados y destruidos. Derrotados, porque si bien sabían cómo subsistir en las junglas pobladas por bestias salvajes, plantas ponzoñosas y árboles asfixiados por lianas, navegar en los ríos de esmeralda y mares azules de su Madre naturaleza, no sabían cómo guerrear en la selva extraña de los motivos humanos. Eran recién nacidos, bebés arrojados a un antro de ladrones y traficantes. El bebé creció y anhelaba libertad, pero cuando por fuera ya era un joven vital y forzudo, aún tenía un corazón de niño a pesar de que había perdido la inocencia. Ya conocía el odio, el resentimiento confuso, la culpa paralizante y el hambre vergonzosa de las migajas de amor que le lanzaban los amos, amos que ya no eran integrantes de su grupo familiar, sino que eran grandes jefes llegados a su tierra desde los imperios de ultramar. Eran los dueños de los antros, proveedores de opio, madamas de burdeles que daban empleo a su madre y sus hermanas, a algunas como cortesanas de la corte, pero a muchas más como sirvientas de todo servicio.
Y fueron destruidos. Sus resplandecientes junglas esmeraldas taladas y pavimentadas. Sus nombres, historias, divinidades dejaron de ser transmitidos y venerados. Como si aquel mundo jamás hubiese sido. Los hijos de sus tátara-tátara-tátara-tátara-tátara-tátara-tátara-tátara-tátara-tátara-tátara-tátara-tátara-tátara-tátara-tátara-tátara-tátara-tátara-tátara-tátarabuelos sólo oyeron el lejano eco del eco del eco de sus nombres y voces, que los llamaban por primerísima vez, justo en el instante antes de que los sepultaran los deslizamientos de lodo.
En efecto, el joven fuerte no estaba solo… había otros como él que sobrevivieron después de ser abandonados en el umbral de la casa del pecado. Pero muchos hermanos fueron asesinados, por su propia mano o por la mano enemiga, entre los cuales estaban sus propios padres, madres, hermanos, hermanas, primos, vecinos, maestros, sacerdotes, sirvientes, y así sucesivamente. Había muchos tipos diferentes de casas en cuyo umbral los bebés fueron depositados por las madres que intentaban salvarlos.
En algunos casos, las madres eran jugadoras o cortesanas o comerciantes de opio, y observaban a sus hijos crecer desde la lejanía. Les proporcionaron techo, ropa, incluso educación ―especialmente en la auto-humillación rentable o el pragmatismo servil―, creyendo a pie juntillas que así debían crecer los hijos para convertirse en ciudadanos viables. Esas madres amasaban fortunas, no como labradoras, cultivadoras de amapolas, o funcionarias de salón de juego, no, porque ahora había muchas maneras de hacerse ricas, y en su mayoría eran ambiciosas de poca monta: trabajaban para los grandes tiburones. El Tiburón Mayor era el conquistador que había logrado dominar no solo al insignificante y trastornado país que nuestros personajes llamaban su república, sino a muchos, muchísimos más. Una vez que el tiburón se hubiese tragado todo lo que hubiere a la vista, empezaría a tragarse la propia cola.
Mientras tanto, en el vientre del Tiburón también había un crío, que no sabía nada de su madre, no sabía de negocios, ni mucho menos por qué la gente tiene la necesidad de jugar, fumar opio o frecuentar lupanares, y por qué otras personas necesitan acumular riquezas (sería para sentir la autocomplacencia de dejar de ser pobres y humilladas, observando desde una prudente distancia el espectáculo de la pobreza y humillación ajenas, en la comodidad y consuelo de su hermética protección contra aquellas horribles tragedias, gracias a su genialidad y competencia, o sea, la superioridad nata). Aquel bebé y otros como él, ya transformados en jóvenes fuertes, viriles, atractivos y astutos, se pusieron a construir sus sueños al interior de un sinfín de celdas individuales; algunas grandes, otras menos, pero todas decentemente alhajadas, incluso bastante modernas y de buen gusto, en la institución correccional para la que nacieron.
En definitiva, vivían en una sociedad de pecadores que se preciaban de ser santos. Y sin embargo… algo andaba mal, incluso cuando se sentían plenamente satisfechos, teniendo “todo lo que un hombre exitoso por mérito propio pudiese desear”. Una sensación de vacío, de miedo, en lo más recóndito de las entrañas. Suponían que el problema era que aún no llegaban a la cima de la industria de los casinos, o que faltaba convertirse en padrino de las redes de producción y distribución de drogas, o en la primera dama de la nación... incluso ―cómo no― en la Señora presidenta.
En la quietud de la noche abochornada y húmeda, el aire cargado de silencio ahora sólo roto por gritos extraños y explosiones en la lejanía, en las ciudades patrulladas por máquinas que hablan el duro dialecto gutural de las máquinas vigilando las calles bordeadas por interminables muros de cemento coronados por alambre de púas, ocultando los opulentos mausoleos de los ojos de los hambrientos y resentidos. Ya no más ranas cantando, grillos rezando, búhos ululando, murciélagos zumbando y chillando, todos los edificios y casas cerrados con llave y a oscuras. Algo anda muy mal. Todo el mundo lo sabe. Y el culpable ―Satanás, el Anticristo, Marx, Mahoma, Che Guevara― ¿quién podría ser? Era un culpable sin rostro, invisible y sin embargo omnipresente, ubicuo.
Entonces hacían lo que hicieron los antepasados ―lo único que estos sabían hacer cuando se sentían acechados por el mal, por los demonios, los espíritus sanguinarios o vampiros―, desenvainar los bolos, los baladaos, y atacar al enemigo, no importaba si tenía barcos de madera, arcabuces, ballestas, lanzas, cañones, rifles de repetición, ametralladoras o destructores blindados. A imitación de los valientes antepasados, los grandes datus, contrataron asesinos, matones profesionales, mercenarios, informantes, para individualizar a sus enemigos, aquellos que (por supuesto) sembraban la discordia y el descontento entre las masas sin entrada a los salones de juego, sin dinero para comprar putas o soñar las lánguidas fantasías de los adictos. Seguramente eran esos descontentos los culpables.
Es así que las junglas de temibles bestias, de árboles centenarios e impenetrables matorrales de nuestros antepasados dieron paso a las junglas de asfalto y coches arrojando gases de escape, al calor anormal, a la atmósfera de inminente catástrofe, de negación resuelta y las fugas en masa de la tierra que alguna vez fue paradisíaca y que hoy es el paraíso de ladrones, rufianes, traficantes de esclavos, violadores, putas y asesinos.
Pero el mal siempre estuvo latente, desde el principio. La semilla estaba. De nuestra caída y expulsión del Paraíso. Es sólo que... al parecer, no podemos detenernos. El infierno parece estar constituido por círculos concéntricos sin fin, en espiral, hacia abajo, hacia abajo, hacia abajo.... y jamás topará fondo.
Después del paraíso perdido, la eterna pesadilla colectiva.
2018