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Revista Filipina, Segunda Etapa. Revista semestral de lengua y literatura hispanofilipina.
Verano 2018, Vol. 5, N
úm. 1
PDF: Filipinas siglo XIX


RESEÑAS Y COMENTARIOS BIBLIOGRÁFICOS


María Dolores Elizalde y Xavier Huetz de Lemps (eds.),
Filipinas, siglo XIX: Coexistencia e interacción entre comunidades en el imperio español
Madrid, Ediciones Polifemo, 2017, 582 pp.
[ISBN: 978-84-16335-33-6]


El volumen que a continuación vamos a reseñar es un compendio de ensayos académicos elaborados por un selecto grupo de filipinistas de reconocido prestigio internacional, cuya coordinación y edición ha corrido a cargo de María Dolores Elizalde (Madrid, 1958) y Xavier Huetz de Lemps (Burdeos, 1964), ambos investigadores con una sobresaliente y prolífica carrera filipinista. De forma genérica se trata de una obra ―casi manual― que aborda desde varias perspectivas la realidad decimonónica filipina. Así, abarca temas tan dispares, pero al mismo tiempo tan interrelacionados, como la economía, el comercio, la perspectiva de género, la identidad, la estratificación social, el islam, etc. Todo ello conforma un estudio holístico que nos permite vislumbrar una obra destinada a ser referencia en los estudios filipinos de las próximas décadas.
      Como se señala en el título, todos los trabajos abordan el contexto del siglo XIX. Sin embargo, varios autores amplían el marco temporal para reflejar los antecedentes o reminiscencias en las que se circunscribe su objeto de estudio, enriqueciendo su discurso, como el de la obra en su conjunto, al aportar una visión más panorámica de la evolución de la realidad filipina que desean plasmar. Respecto a la estructuración del compendio de ensayos, este se encuentra dividido en ocho grandes apartados, además de la introducción, donde cada uno recoge dos capítulos de acuerdo a su temática. Es decir, la obra posee dieciséis trabajos más una detallada presentación de los mismos por cuenta de los editores del libro. Haremos repaso a continuación a las principales aportaciones de cada sección.
      El primer apartado se titula “Nexos intercomunitarios en la construcción de la nueva economía colonial” y, como refleja el enunciado, está dirigido al estudio de la economía colonial filipina de la mano de las investigadoras Carmen Yuste y M.ª Dolores Elizalde. La primera autora tiene como objeto describir y explicar las relaciones entre los almaceneros de origen mexicano y los comerciantes filipinos a lo largo del siglo XVIII, subrayando que muchos de los almaceneros novohispanos que invertían en Filipinas, ya eran conocedores de las formas de organización y funcionamiento de las actividades mercantiles del archipiélago; ya sea porque habían formado parte del mismo, al haber residido previamente en Manila, o bien porque tenían emisarios de confianza operando en las islas. En este sentido, Yuste se centra en los comerciantes de México que se trasladaron a Manila, realizando una distinción entre los mexicanos que fueron: “apegados a los requisitos legales de traslado como residentes, y los que pasaron a Filipinas por estancias reglamentarias, originadas por deberes oficiales, de gobierno o milicias; pero las más, comprobadas sólo como salidas irregulares o ilícitas en tanto no observaban ninguna normativa” (p. 49).
      Yuste sostiene en su estudio que los comerciantes novohispanos que fueron por poco tiempo a Filipinas lo hacían con la única intención de empadronarse como vecinos de Manila, lo cual conllevaba el registro en el repartimiento del permiso del galeón: “Un requisito que les permitía aparecer como cargadores de los barcos sin necesidad de permanecer en Filipinas, y valerse de un agente o representante comercial que, bajo la manifestación ante las autoridades filipinas de estar ausente el interesado y sustentarse como su apoderado, se encargase de realizar los envíos a Nueva España haciendo llegar las mercancías a través de consignatarios apalabrados, y por intermediación de facturas privadas. Una circunstancia que, en ocasiones, auspició que algunos de ellos dejaran fundada una casa de comercio en Manila” (p. 49).
      De esta manera, como vemos, la inmigración novohispana a Filipinas iba ligada al comercio transpacífico, que si bien en un principio era generalmente para establecerse por poco tiempo y optar a la condición de vecinos; con la entrada en vigor del reglamento para el tráfico transpacífico (1734) buscaron una residencia más permanente con el fin de dedicarse directamente a los giros de comercio y a las sociedades comerciales ya establecidas en Manila (p. 51). En resumen, Yuste nos ofrece un gran estudio sobre las interacciones comerciales entre Filipinas y Nueva España por medio del Galeón de Manila y, sobre todo, de cómo los comerciantes novohispanos se adaptaban a las cambiantes normativas de dicho comercio y sus implicaciones a la hora de gestionar tal actividad comercial, ya sea desde Manila o Acapulco.
      Por otra parte, el trabajo de M.ª Dolores Elizalde inicia su ensayo afirmando que el crecimiento económico, unido al desarrollo de una nueva economía comercial, propició una serie de procesos que conllevaron cambios en la constitución y estructura social filipina, así como de la interacción entre los distintos grupos étnicos que la componían: filipinos, españoles, criollos, mestizos chinos, chinos, etc. Elizalde, siguiendo a Michael Cullinane, distingue cuatro tipos de élites: municipales, provinciales, urbanas y los sectores medios urbanas. En este capítulo del libro, Elizalde trata las interacciones empresariales entre las élites urbanas, y para ello se centra en la organización interna de las grandes empresas. De esta manera, toma como objeto de estudio las empresas dedicadas al transporte, la cervecera San Miguel o las compañías de aceites autóctonos. Confirma que: “las élites urbanas se caracterizaron por una serie de rasgos comunes: una composición multiétnica; un nivel de riqueza importante, aunque de carácter variable; la pertenencia a unas redes sociales bastante extendidas; un grado de educación y de comportamiento social compartido; costumbres, rutinas y espacios de sociabilidad comunes; la utilización del castellano como lengua vehicular; un difuso encaje en el régimen colonial, del cual algunos eran integrantes plenos, pero al cual algunos estaban más incorporados o tenían mejores relaciones que otros […]; y lo más importante, unos intereses compartidos por potenciar el progreso económico del archipiélago y por obtener beneficios del desarrollo de unas actividades que contribuirán a la deseada evolución de Filipinas, pero también a su propio enriquecimiento personal” (p. 95).
      Como vemos, la autora define a las élites urbanas y destaca la creación de alianzas empresariales dados los intereses compartidos, también entre los distintos grupos étnicos, que se sostendrán a lo largo del tiempo siempre y cuando sigan siendo compartidos.
      En el siguiente apartado “El mundo de las Haciendas”― los investigadores Filomeno Aguilar y Alfred W. McCoy realizan estudios sobre las plantaciones y haciendas filipinas en diferentes zonas del archipiélago. Se centran en el plano económico de la Filipinas del siglo XIX. Por un lado, Aguilar trata el carácter distinto de la isla de Negros (en las Visayas) por medio de una comparativa con Calamba (en la provincia de La Laguna), por lo que contrapone una zona norteña con una más sureña del archipiélago. En este sentido, subraya que en Negros la economía azucarera se desarrolló en la segunda mitad del siglo XIX a la sombra del Estado; a diferencia de Calamba, que lo haría bajo su tutela y a lo largo de toda la centuria (p. 107). Y es que los hacenderos de Negros tan sólo buscaban la protección del Estado para dirimir entre sus disputas de tierras. Por lo demás, siempre lo eludían, e incluso actuando al margen de la ley (p. 131).
      Por otra parte, respecto a McCoy, expone una serie de revueltas campesinas acaecidas en las Visayas Centrales y provocadas por la influencia de la economía global en la local. De este modo, en palabras del propio autor: “este análisis revelará cómo la demanda global insaciable por la caña de azúcar creó tanto una economía de plantación como un conflicto social localizado. De estos datos emerge el retrato de una sociedad que, tras treinta años de producción azucarera, tenía tales diferencias de riqueza y pobreza que los campesinos se alzaron en una guerra civil que duró diez años, y cuyo fin era nada menos que derrocar el orden social imperante” (p. 140).
      En este sentido, estudia la revuelta de 1896 de Papa Isio, alias de Dionisio Sigobela, en Negros. Y cuyo fin, de marcado carácter nacionalista, era expulsar a los extranjeros debido a que, para él, los filipinos conformaban un solo pueblo y eran los únicos con derecho a explotar las tierras y riquezas de las islas (p. 158). Más adelante nos habla de la revolución de la élite en Iloílo en 1898, tras el alto el fuego entre España y Estados Unidos, donde dicha ciudad se convirtió en la última capital española en la colonia filipina. En ella, durante los años precedentes, las autoridades españolas habían tomado una serie de medidas draconianas contra la élite local como: “arrestos arbitrarios, largas detenciones, confiscaciones de propiedades y al pago de sobornos sustanciales a oficiales corruptos, lo cual generó un progresivo distanciamiento de España” (p. 160). Finalmente, la alianza entre hacenderos y campesinos durante la rebelión contra España desaparece al producirse la guerra filipino-americana en 1899. De ambos autores se extrae que las Visayas centrales, esencialmente Negros, son un caso aparte o diferenciado del modelo socioeconómico rural que se produjo en el resto del país (p. 169).
      En el tercer apartado ―“Negociando la gobernabilidad”―, Xavier Huetz de Lemps y Juan Antonio Inarejos Muñoz abordan los entresijos de la política y la gobernación local en Filipinas. Huetz de Lemps estudia el caso de Justiniano Zamora, mestizo sangley, que en 1858 fue el primer no-español en solicitar la inscripción en la matrícula del Tribunal de Comercio de Manila. Hasta ese momento, aún amparándoles las leyes, ningún no-español se había atrevido a solicitar dicha matrícula; ya sea por miedo al rechazo o, simplemente, porque tal trámite no era necesario para desempeñar el comercio terrestre o marítimo (p. 176). En esta línea, el autor centrará su estudio en la polémica que supuso tal solicitud a partir de dos resoluciones de 1858 efectuadas por el Ayuntamiento de Manila: 1) la primera que trata sobre el asunto del Consulado y; 2) la segunda con el fin de alertar a los vecinos de la importancia de dicha cuestión, e informarles de quiénes eran elegibles a los cargos del Concejo.
      Lo cierto es que, como sostiene Huetz de Lemps, el caso de Zamora pone de manifiesto la todavía separación entre la “república de españoles” y la “república de indios” propia de esa sociedad colonial. Y cómo persistían los lazos y la interrelación entre la comunidad de españoles y el control municipal. En este sentido: “El prestigio y el poder del Ayuntamiento por una parte, las prerrogativas y los derechos de sus miembros por otra resultaban pues de su composición racial: tolerar en su seno un no-español, un mestizo chino como J. Zamora, un mestizo español o un «indio», resultaría en un desprestigio colectivo de la corporación e individual para cada uno de sus miembros” (p. 181). En resumen, se veía el Ayuntamiento como un lugar para servir a la peninsula, no teniendo cabida el mencionado advenedizo. Máxime por ser el ayuntamiento un “club cerrado” de las élites económicas para consumar sus negocios particulares varios (pp. 188-189).
      Por otra parte, J.A. Inarejos analiza los procesos de selección de los gobernadorcillos filipinos, buscando: “calibrar el papel de las élites locales en el sistema colonial desplegado en Asia y los cambios y permanencias que experimentó a lo largo del siglo XIX” (pp. 228-229). Con esta pretensión, lo primero que subraya el autor es que estos gobernadorcillos son en su mayoría herederos de los principales o líderes locales anteriores a la presencia hispánica. Es decir, los españoles se superpusieron a una estructura ya existente, con nuevas funciones, que se alargará a lo largo del dominio español de las islas. Por su parte, los gobernadorcillos continuarán dirigiendo a los pueblos indios y tendrán una serie de funciones delegadas por las autoridades españolas como: “la participación en la organización de las quintas del ejército colonial. Se les confiaron las labores de levantar alistamientos, organizar los sorteos, conducir a los mozos elegidos y perseguir a los huidos insumisos” (p. 235). Aunque dichas élites amañaban las quintas a cambio de sobornos u otras prebendas.
      Sea como fuere, ambos autores exponen como la “superioridad de raza” estableció la jerarquía social, siendo el máximo cargo a desempeñar de facto por los indios, independientemente de las leyes, el de gobernadorcillo. Salirse de dicho rol, aspirar a un cargo tradicionalmente a manos de los españoles, era causa de tremenda polémica y malestar.
      Por lo que respecta al complejo apartado dedicado a las identidades ― “Identidades entrecruzadas”―, se presentan de nuevo dos trabajos, de M.ª Dolores Elizalde y Michael Cullinane. Elizalde analizará el caso de estudio del español-filipino Pedro P. Roxas y su entorno familiar, durante las últimas décadas del siglo XIX, con el fin de dar respuesta a: “muchos interrogantes sobre la cuestión del mestizaje, los intercambios y la convivencia entre comunidades, sobre la pertenencia a una u otra comunidad, o sobre la permeabilidad entre las distintas comunidades” (p. 250). En pocas palabras, la autora explica el funcionamiento de la sociedad filipina y los grupos étnico-sociales que la componen por medio, entre otras cosas, de los enlaces matrimoniales entre los distintos componentes de la familia Roxas con miembros de otros colectivos étnicos.
      En esta línea, subraya que los peninsulares, criollos y mestizos españoles se engloban dentro de una misma categoría, con los mismos derechos y prebendas, al ser descendientes de españoles. Eso sí, la línea entre criollos y mestizos era muy difusa y no siempre se sostenía por criterios rigurosamente raciales, habiendo otros motivos de clasificación. Tal situación se pronunció aún más en las últimas décadas del siglo XIX debido una serie de leyes más asimilistas por parte de la metrópoli. “Pedro Pablo Roxas y de Castro nació en Manila el 30 de junio de 1848. Era ya la cuarta generación de su familia nacida en las islas. Procedía de una saga peninsular que llevaba asentada en Filipinas al menos desde 1758 […] La familia tenía entonces, como ahora, una importancia fundamental en Filipinas, y servía como red, apoyo y refugio ante las circunstancias de la vida personal, social y económica. Los esponsales entre familias cercanas eran muy frecuentes, y las políticas matrimoniales formaban parte de la estrategia de afirmación o ascenso social, consolidación de fortunas, blanqueamiento o adquisición del estatus jurídico más conveniente. El entramado de familias conectadas servía además como respaldo en los negocios, procesos legales, presencia en instituciones y asociaciones, etcétera, hasta convertirse en un tejido social sólido, consistente y bien conectado” (p. 268). En resumen, Elizalde expone muy detalladamente los entresijos de las élites locales a la hora de aprovechar una determinada identidad étnica en aras de lograr un ascenso social o asentar su estatus social. Algo esencial en la sociedad filipina del momento, y posiblemente también en la actualidad.
      Por otra parte, Cullinane se centra en la comunidad de mestizos chinos en la ciudad de Cebú, abarcando un período que va desde las postrimerías del siglo XVIII hasta finales del siglo XIX. Para ello, estudiará a setenta familias chinas para desgranar su funcionamiento y relaciones: “Este estudio demuestra que es fundamental reconocer que había dos comunidades de origen chino, separadas una de otra por el tiempo, el espacio geográfico que ocupaban y la orientación cultural. El primer lugar, una comunidad antigua formada por generaciones de mestizos chinos que aparecían en las fuentes desde mediados del siglo XVIII como residentes del Parián de la ciudad de Cebú, los cuales no tuvieron prácticamente ningún contacto con los chinos, o con China, desde 1773 hasta mediados del siglo XIX. Y segundo, los «sinkheh» de Skinner, inmigrantes chinos llegados a partir de 1850, que conformaron una nueva comunidad que funcionaba de manera paralela a los antiguos mestizos chinos, con los que apenas tenían afinidad cultural, étnica o racial” (p. 300).
      En definitiva, Cullinane nos ofrece un trabajo clarificador de la historiografía existente sobre la comunidad china en Cebú. Así, nos presenta una proposición diferenciada del análisis de Skinner, en la que nos detalla la existencia de dos comunidades de mestizos chinos, cuyas características difieren en el momento de llegada a la isla, así como con el grado de relación de China y su cultura. No en vano, los primeros chinos no sólo no se opusieron a las instituciones políticas, burocráticas y religiosas hispanas; sino que también se aprovecharon de ellas hasta el punto de convertirse en los residentes más ricos y poderosos de la región (p. 304). Por tanto, a lo largo de este apartado, ambos autores nos exponen la complicada categorización de las comunidades e identidades que viven en el archipiélago, sobre todo, porque incluso dentro de una misma comunidad la realidad identitaria es muy difusa e incluso contrapuesta dada la heterogeneidad que prima en cada uno de estos colectivos.
      En el apartado “Buscando un lugar en el mundo”, Mikel Aizpuru y William G. Clarence-Smith siguen la estela anterior. Aunque sin entrar dentro de las complejidades de una misma identidad, sino de la asimilación y naturalización de una identidad dentro de la nacional filipina. Aizpuru realiza un exhaustivo trabajo sobre la naturalización de la comunidad china en Filipinas, así como de la legislación pertinente para ello, extrayendo una serie de conclusiones, como que los súbditos chinos alegaban un gran fervor por España, a la hora de justificar las razones de la solicitud de la nacionalidad española, a diferencia de sus homónimos europeos. Al mismo tiempo, Aizpuru argumenta que, a pesar de la gran comunidad china en Filipinas, fueron pocos los que solicitaron la nacionalidad debido a dos grandes motivos: “por un lado la tradición cultural china que favorecía el regreso a su tierra natal tras un período en el extranjero. Por otro, la desconfianza de las autoridades coloniales españolas hacia los extranjeros” (p. 356).
      En cuanto a Clarence-Smith pone en valor la migración procedente del resto del Sudeste asiático, en especial del subcontinente indio, en Filipinas. Y al mismo tiempo denuncia el escaso interés que ha suscitado en la bibliografía académica dicho fenómeno migratorio. No en vano, tal y como señala el autor, los investigadores básicamente sólo se centran en la diáspora china y japonesa en las islas, cuando desde finales del siglo XVIII hay una fuerte presencia de tales migrantes. Por ejemplo armenios, que monopolizaron en gran medida el comercio entre ambos territorios, puesto que los españoles preferían a dicho colectivo a la hora de afincarse, también en Manila, por ser cristianos sin ambiciones territoriales (p. 366). Todo ello, estudiado por nuestro autor tras apoyarse, principalmente, en la Gaceta de Manila que registraba las entradas y salidas de los migrantes hasta la década de 1880, y donde se señala que Bombay, Singapur, Amoy (actual Xiamen) y Hong Kong eran los principales puntos de entrada y salida de los migrantes.
      De esta forma, ambos autores, nos presentan la realidad del “otro” en Filipinas. Aizpuru de la comunidad china y Clarence-Smith de los grupos del Sudeste asiático. Tal hecho, enriquece sobremanera la obra al mostrar una imagen de Filipinas más heterogénea y diversa, inclusive dentro de los componentes de un mismo grupo.
      En el apartado “El mundo meridional filipino”, Eberhard Crailsheim e Isaac Donoso nos acercan a la zona islamizada filipina; siendo de gran relevancia, ya de por sí, debido a los escasos estudios sobre dicho territorio y, además, por la puesta en valor del gran legado islámico que posee el archipiélago filipino y su relación con los españoles, así como del difícil encaje que tiene esta comunidad dentro de un colectivo mayoritariamente católico.
      Por lo que atañe a Crailsheim su ensayo versa sobre si existe una posible cohesión interna frente al “peligro moro” durante la segunda mitad del siglo XVIII. Y para responder a tal proposición realiza una breve deconstrucción sobre la relación entre españoles y moros. Así, nos comenta que el primer contacto entre ambos grupos se dio en Cebú de la mano de Legazpi, cuyo encuentro fue de carácter pacífico. No obstante, será allí donde los españoles conocerán que los mercaderes musulmanes comercian con China desde la actual Manila, por lo que conquistarán dicho enclave al sultanato de Brunéi para dominar la red comercial. Desde entonces, aumentaron las actividades misioneras y, por añadidura, la presencia musulmana cada vez será menos deseada. Tanto es así que, al poco tiempo, los musulmanes se fueron retrotrayendo al sur de Filipinas; tildándoseles como “moros” y convirtiéndolos en un mecanismo de cohesión entre españoles e indígenas, ya que se consideraba a los musulmanes como un enemigo en común.
      Por su parte, Donoso efectúa un estudio de los sultanatos de Sulú y Maguindanao, realizando un exhaustivo análisis sobre la absorción de dichos territorios dentro del aparato institucional y colonial español. En este sentido, nos introduce en el objeto de estudio a partir de una descripción histórica sobre la relación, y cómo se fraguaba ésta, entre los territorios islámico-filipinos y la España colonial: “Los sultanatos filipinos se vieron en la necesidad de mantener contactos diplomáticos con la administración española establecida en Manila. A lo largo de más de tres siglos de relación, los procesos diplomáticos fueron evolucionando hasta llegar a un punto donde las misivas y despachos alcanzaron un grado de verdadera rutina. Para que así fuera, primero se tuvo que formalizar un protocolo, tanto oral como escrito, protocolo que ambas partes tenían que asumir y dar cuerpo para mantener el rigor en la relación política” (p. 429).
      Posteriormente, y debido a la búsqueda de asentar las fronteras hispánicas ante otras potencias, Donoso nos relata el proceso de conquista efectiva de la Filipinas meridional por parte de la administración española durante la segunda mitad del siglo XIX. Así, en 1876 será cuando definitivamente el sultanato de Sulú será absorbido en la práctica por el gobierno general de las islas Filipinas (pp. 433-436). Este hecho, obviamente, conllevará una serie de cambios socio-políticos para el sultanato: “Cuando Harun al-Rásid sea proclamado sultán de Sulú, con todo el ceremonial requerido, pero organizado por el gobierno de Filipinas en 1886, se produce la final escisión entre la autoridad del sultán y sus súbditos, surgiendo de inmediato una guerra civil que acaba haciendo inoperante el sultanato como entidad autónoma. Harun al-Rásid pasa a recibir un sueldo regular del gobierno de Filipinas, que firma y sella. […] Todo ello no pone sino en evidencia que la figura del sultán pertenece a otros tiempos. […] Un gobernante musulmán nunca puede estar bajo un gobierno cristiano. En términos islámicos, el sultanato queda automáticamente deslegitimado” (p. 436).
      De esta manera, como podemos observar en el fragmento, el autor concede una gran importancia a la simbología pues, tal y como nos señala, los símbolos e insignias tienen su relevancia para seguir el proceso de descomposición del sultanato. No en vano, nos muestra una acompasada evolución hacia la simbología española (p. 436). Por otra parte, respecto al sultanato de Maguindanao seguirá más o menos la misma estela que el de Sulú, difuminándose a partir de mediados del siglo XIX por el avance español en aras de cerrar su frontera meridional.
      En resumen, ambos autores, realizan un trabajo que abarca la difícil (y duradera) absorción de la comunidad islámica durante el proceso de conquista y colonización española en Filipinas. Y, sobre todo, de su relación con lo hispánico, ya sea a nivel social o simbólico; y lo que tal relación conllevó para la propia concepción e identidad de lo islámico en las islas.
      En “La integración de las mujeres filipinas” Jean-Noël Sánchez Pons y Stephanie Marie R. Coo realizan un estudio anclado en la perspectiva de género en aras de comprender la situación de la mujer filipina durante el siglo XIX. Sánchez Pons nos comenta que el objeto de su investigación va destinado a “la posición y la producción textual de los Ilustrados filipinos, ya que la principal pregunta que aquí se plantea es la siguiente: ¿frente a qué fenómenos sociales –reales o imaginados- y en qué marco discursivo relativo a las mujeres de Filipinas se sitúa el esfuerzo de construcción de la Mujer Filipina como componente imprescindible en el proceso de creación de un imaginario nacional? (p. 462). En este sentido, Sánchez Pons recoge principalmente fragmentos y escritos de autores de la época acerca de la mujer filipina y su rol en la sociedad; en base a temas concernientes al racismo y mestizaje o de género y sexualidad.
      Por otra parte, Coo analiza el tipo de vestimenta de las mujeres filipinas y lo que dicha indumentaria representa o nos dice sobre la mujer filipina. Para ello nos remite a unas cartas ficticias publicadas en la revista La Moda Filipina en 1894, donde se indica que todas las mujeres, independientemente de su nacionalidad, deben llevar el traje típico filipino para que una fiesta tuviera éxito. Y es que ya no será tanto la raza como la vestimenta la que marque el estatus social de una mujer. Lo cierto es que: “A través de la ropa, este estudio busca darle vida a una fascinante era de la transformaciones sociales, económicas y culturales. Con un cambiante entorno de agitación política como telón de fondo, nos acercaremos al mundo de las élites locales y de los artesanos que las vestían en la segunda mitad del siglo XIX a través de un examen minucioso de los espacios sociales, literarios y sectoriales que ocupaban” (p. 487). En consecuencia, será la indumentaria la que nos muestre información acerca de los grupos sociales de la sociedad filipina decimonónica y, sobre todo, de su búsqueda de contrarrestar la discriminación colonial. Ambos autores aportan pues una visión original y polifacética de la mujer filipina y su rol en una sociedad de constantes cambios.
      En el último apartado ―“Tensiones, cohesiones y recomposiciones”― tenemos las contribuciones de los expertos Roberto Blanco Andrés y Resil B. Mojares centradas en las tensiones ocasionadas por las transformaciones sociales que se reivindicaban y se produjeron a finales del siglo XIX. Blanco nos ofrece un estudio pormenorizado sobre las tensiones que se producían entre el clero y el movimiento filipino de La Propaganda, y las políticas liberales auspiciadas principalmente desde la metrópoli. Así pues, y en palabras del autor: “En este ensayo se analiza la respuesta que se planteó desde las comunidades misioneras de Filipinas al envite planteado por La Propaganda y las políticas liberales en el período que se extiende aproximadamente entre 1887 y 1891. Años que coinciden con la llegada de Rizal a Filipinas con su Noli me tangere, los sucesos de Binondo de octubre de 1887, el polémico decreto de enterramientos de Benigno Quiroga, la manifestación del 1 de marzo de 1888, los mandos de Valeriano Weyler en la capitanía general del archipiélago y de Manuel Becerra en el ministerio de Ultramar, y sobre todo, con uno de los momentos de máxima actividad de La Propaganda contra el clero regular de Filipinas” (p. 517).
      En este sentido, y como decíamos, observamos en el fragmento cómo Blanco analiza la reacción cohesionada del clero regular para hacer frente al envite de La Propaganda, así como de las continuas leyes que se van aprobando a la lo largo de la segunda mitad del siglo XIX y que van erosionando o derribando la tradicional y privilegiada posición de la Iglesia en las islas. No en vano, tanto La Propaganda como las políticas liberales tenían el propósito de acabar con la tremenda influencia de los clérigos en los distintos ámbitos de la vida cotidiana filipina.
      Respecto al movimiento de La Propaganda, principal objeto de estudio del autor, cabe advertir que era un colectivo donde convergían reformistas (algunos nacionalistas, pero no necesariamente independentistas), liberales y anticlericales (p. 519). Su figura más representativa y activa será Marcelo Hilario del Pilar, aunque habrá otros personajes de gran renombre como Mariano Ponce, Isabelo de los Reyes y, en especial, José Rizal. En cuanto a las políticas liberales, tendrán como principal protagonista al ministro de Ultramar Manuel Becerra (1888-1890), cuyas medidas más notables fueron reducir la influencia de los clérigos en la educación (también su asignación presupuestaria) y extender el código civil español en el archipiélago. Ante tal movimiento y legislaciones, hasta ese momento nunca vistas en las islas, las distintas órdenes religiosas actuaron mancomunadamente para perpetuar su estatus sociopolítico. Para ello, hicieron uso de diversas estrategias para desmontar las manifestaciones anticlericales, apoyándose en sus altos contactos en la administración colonial y metropolitana.
      Por otra parte, por lo que atañe a Resil B. Mojares, se centrará en el estudio de los intelectuales filipinos tal y como indica en el siguiente pasaje: “Este ensayo se centrará en los encuentros producidos en el mundo colonial de las letras, más proclives al estudio histórico puesto que dejaron rastros documentales y fueron, además, fundamentales en la emergencia de un pensamiento nacionalista anti-colonial. Se brindará especial atención al caso español del José Felipe del Pan y del filipino Isabelo de los Reyes como parte de la comunidad de letrados impresores, editores, periodistas y escritores― de las Filipinas decimonónicas” (p. 549).
      En esta línea, el autor analiza los distintos escritos e impresiones hispano-filipinas que han aparecido en las islas desde la conquista española. Destacando en primer lugar a Tomás Pinpin, nativo que trabajó como impresor para los dominicos y jesuitas entre 1610 y 1639. Fue todo un precursor del uso de la imprenta. No será hasta finales del siglo XX cuando se desarrolle la imprenta al margen del estamento regular; no en vano, hasta 1814 la imprenta estaba monopolizada por la Iglesia. Y será en esta época cuando la imprenta, cada vez más en manos filipinas, desempeñe un papel clave en el ascenso del nacionalismo filipino (p. 550-553).
      Seguidamente, se adentra en el tema central de su investigación, la relación entre el periodista español José Felipe del Pan (1821-1891) y el filipino Isabelo de los Reyes (1864-1938). Del primero, editor de los más destacados periódicos filipinos (Diario de Manila, Revista de Filipinas y La Oceanía Española), nos relata que era un liberal, pero no un reaccionario: “Apoyaba el derecho de los filipinos a estar representados en las Cortes Españolas; promovía la enseñanza del español y el uso de las lenguas autóctonas en la educación primaria; abogaba por limitar el ejercicio de la censura eclesiástica a cuestiones de fe y moral; y propugnaba la expansión del servicio de instrucción pública” (p. 555). Además, cabe añadir que será en su faceta de director de periódico, concretamente en La Oceanía Española, cuando conozca a Isabelo de los Reyes, como también a Mariano Ponce, José A. Ramos, Anacleto del Rosario y Felipe Calderón; todos ellos con un destacadísimo papel en el nacionalismo filipino (p. 557).
      Finalmente, Resil resalta cómo del Pan puso en valor el folklore filipino e incitó a sus discípulos y, en especial, a de los Reyes, a promover y difundir la cultura e historia filipina, traduciéndose en su obra El Folk-Lore Filipino (1889), de gran relevancia en los estudios filipinos. Es más, el autor destaca la concepción que tenía de los Reyes del folklore, ya no sólo como un estudio académico, sino también como un medio para la reforma social, con el fin de retornar al pueblo filipino su propio patrimonio. En pocas palabras, su identidad. Y más concretamente en el caso de Isabelo, con el fin de crear un folklore “nacional” y ajeno al folklore español (p. 559-561). En resumen ambos autores, Blanco y Resil, nos reflejan la concepción y la puesta en marcha de las ansias nacionalistas por parte de los filipinos como consecuencia de los abusos del clero y las tensiones de encajar lo indígena dentro de una nueva cultura civil urbana y, naturalmente, hispanizada.
      La obra objeto de la presente reseña posee en fin un gran valor científico en el campo de los estudios filipinos debido a su rigurosa investigación y, especialmente, al trato holístico y multidisciplinar que ofrece este compendio de estudios. Puesto que se muestran diferentes caras de una misma realidad, se enriquece sobremanera un ya de por sí excelente trabajo. Tanto para el lector avezado en estos campos como para quien se inicia en temas filipinos, el volumen ofrece la riqueza de investigaciones innovadoras sobre un estado de la cuestión magistralmente perfilado. No en vano es el resultado del congreso celebrado en la sede de Ciencias sociales y humanas del CSIC en noviembre del año 2015 con título Coexistencia e interacción entre comunidades en las Filipinas del siglo XIX. Todo ello hace de este compendio una obra de obligada referencia y una novedad bibliográfica sobresaliente para la producción en español sobre Filipinas.

LUIS M. LALINDE

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