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Revista Filipina, Segunda Etapa. Revista semestral de lengua y literatura hispanofilipina.
Primavera 2107, Vol. 4, N
úm. 1

PDF: Revista Filipina–Primavera 2017
PDF: La espera

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LA ESPERA

ELIZABETH MEDINA

María Cecilia Garchitorena arrellanaba las faldas sobre los brazos del elegante mecedor Thonet, traído junto a casi todos los muebles de la casa paterna directo desde Inglaterra. Estaba sentada junto a los grandes ventanales deslizables de la sala principal de la bahay-na-bato. Delante de ella y por debajo de sus pies, envueltos en mullidas chinelas de seda china, asomando por las rejillas talladas que dejaban entrar la suave brisa del atardecer, estaban los amplios jardines y, más allá, las paredes de ladrillo estucado de la casa, por encima de las cuales ella alcanzaba apenas a divisar los movimientos de personas y ocasionales vehículos transitando la calle. Y al otro lado de la calle, otra casona, parecida a la de los padres de Cecilia, salvo que al estilo de las Antillas, mientras que la casona de la familia Garchitorena era de estilo nativo con aires moriscos, construida con finas terminaciones sin nada que envidiarle a la más pretenciosa mansión cordobesa.
     Abanicándose con un grande y elegante paipay sevillano, Cecilia esperaba, esperaba la llegada de su pretendiente que llegaría a caballo a las 17 horas en punto, para cortejarla durante una hora, exactamente 60 minutos y ni un minuto más.
     Cerca de los ventanales donde su sobrina alternadamente se incorporaba para apoyarse sobre el alféizar o se volvía a acomodar en el mecedor, la hermana de su padre, su tía Florencia, sentada sobre un canapé de nogal con marquetería floral, delante de ella una mesita que hacía juego con el canapé, se entretenía jugando naipes y fumando sus cigarrillos odalisca, importados de Francia.
     Ha llegado, tía anunció Cecilia, levantándose del mecedor y preguntando― ¿Estoy guapa, tía? y agitando la mano en un gesto imperioso hacia su sirvienta, una joven de trece años asignada exclusivamente a servir a la señorita, le dijo: ¡El espejo, mi cajita de polvos de París, y mis botitas! ―la chiquilla salió corriendo y volvió pronto con lo pedido y Cecilia se quitó las chinelas con dos patadas y la sirvienta le puso las botas de gamuza gris delgadísima, mientras ella retocaba la nariz, la frente, el mentón.
    ¡Ay madre mía, estoy horrible!
    No, señorita, está guapísima siempremurmuró su doncella, que se llamaba Perla.
    Sobrina, calla que dices puras tonteras. Don Íñigo dice que eres más mona que su yegua predilecta, ¿qué más quieres?
    Íñigo Sánchez Montero, montando su famosa yegua, un caballo árabe llamada La Condesa de Chinchón (por su cuadro favorito de Goya), había tirado del gran cordel que hizo sonar la campana de la calle, haciendo que Pedring, el mozo encargado de abrir el portón grande, saliera a cumplir su función. Pedring había estado conversando con las ayudantes de la cocinera, que se llamaban María y Aída. La cocinera se llamaba ñora Charing, o Rosario. Acababan de terminar la limpieza de la cocina después de servir el almuerzo a la familia y las visitas que siempre alojaban ya que venían de lejos. Ñora Charing descansaba en su cuarto, que por su dignidad le era concedido; las demás mujeres debían dormir sobre esteras encima del suelo de la cocina. Pero no estaban deseosos de la siesta sino del tsismis.
    Los sirvientes, acuclillados en un círculo, hablaban en tonos bajitos en tagalo, pero vamos a traducir la conversación al castellano:
    No le puedo creer, tía, ¿su prima ñora Mameng le dijo eso? ¡Jesusmariajosep!
    Se dirigía María a su tía Aída, hermana muy mayor de su madre, quien les contaba sobre un acontecimiento considerado escandaloso por el pueblo entero de Sandumay, donde otra pariente era la famosa ama de llaves del cura párroco.
    ¿Y por qué te habría de mentir? Mi tía lo vio todo con sus propios ojos y escuchó con sus propios oídos bueno, se lo contó con lujo de detalle su sobrino, el binata Juanito que sirve de mayordomo al cura a cambio de su educación. El señor don padre Hermenegildo recibió a todos los notables de Manila en la casa parroquial y a su lado la mismísima señora doña Mercedes y sus hijas les atendían como si nada, y todos los visitas admirados de lo guapas que son las hijas, y son cuadros vivos del señor don padre Hermenegildo.
    Pues, así los castila mejoran nuestra raza feadijo Pedring con la cara seria, sin esbozar sombra de sonrisa.
    ¡Cállate, bribón! ―le espetó Aída, las dos mujeres estallándose de risillas por miedo a despertar a su jefa, que dormía a pocos metros de donde se encontraban acuclillados a un costado de la gran mesa del comedor de los sirvientes. Eran las cuatro de la tarde, afuera aún hacía mucho calor pero dentro de la casona era toda penumbra y hasta una suave brisa entraba por las grandes ventanas. Recién se habían servido su almuerzo. Se despertaban a las cinco de la mañana para tener el desayuno servido a la familia a las ocho, luego había que limpiar la casa que tenía dos salas de visitas, cinco grandes aposentos, una biblioteca, la azotea que se extendía por toda la parte de atrás de la mansión hasta la cocina, una superficie de aproximadamente 25 metros cuadrados, la galería que era una especie de balcón compartida por cuatro de las cinco habitaciones para protegerlas del calor ya que daban al oeste, dos baños a los que se llegaba por un pasillo techado de madera desde la cocina y desde la habitación principal, y la gran doble escalera con sus balaustradas y la caída que debían estar siempre relucientes, sin ni un vestigio de polvo. Además había que hacer camas, barrer, pasar plumeros, y atender a los mandados de los amos grandes y chicos, que eran muchos, y preparar el almuerzo que se servía a las doce en punto, luego retirar, lavar, guardar, y solo entonces tenían permiso a almorzar ellos, con los restos que la familia y los invitados no se hubieran servido, y el acostumbrado relleno de pescado o pusit seco o tapa, carne preservada con sal, y arroz, el pan de los nativos. Esto, mientras la familia y las visitas, cansados después de las actividades matutinas y soñolientos tras el opíparo almuerzo, dormían la siesta en sus respectivos aposentos, salvo la señorita Cecilia y su tía que esperaban al pretendiente, la señorita por amor y la tía por mandato de su hermano y padre de la chiquilla, don Manuel, y por su natural hiperactividad que nunca le dejaba dormir siesta y ansias de ver a su sobrina bien casada.
    Aída siguió su relato con aire de orgullo por ser la portadora de noticias tan portentosas: Y ahora, se habla de que en efecto, ¡las hijas de la señora doña Merceding se casan!
    ¡Oh! ―suspiró María, que soñaba con casarse algún día y dejar atrás su vida de trabajo sin tregua ¿con un guapo mistiso acaudalado?
    No. Mejor que eso. La mayor se casa con un matandá francés que es dueño de un cafetal en Albay, y la menor con otro matandá castila dueño de un ingenio de azúcar en Negros.
    ¿Ingenio? ¿Qué es eso, tía? ―preguntó María.
    Pues chiquilla ignorante, es una hacienda donde hay cañaverales y con el tubo que te gusta tanto hacen azúcar, con grandes máquinas, y eso se llama ingenio.
    Al oír la palabra que le sonaba tan cargada de significados que mundos que nada tenían que ver con el suyo, una vida sin nada que la resaltara aparte de las celebraciones litúrgicas de su pueblo, una vida con padres que se perdían día tras día en las vastas terrazas de plantaciones de palay, en las labores de la pesca de dalag en los arrozales inundadas durante la época de lluvias, en la recolección de la miel o de los huevitos de pájaros en las espesuras del bosque, una vida en otras palabras, inmersa en la quietud, el silencio, el imperceptible transcurrir del tiempo, María se sumió en una suave modorra.
    Ate Aída conocía bien aquel estado por la mirada perdida que se apoderó de la chica y le dio una patada que la tumbó:
    ¿Con qué estás soñando ahora, boba? Mejor ponte a zurcir, ¡ahí tienes la montonera de calcetines del señorito! ¡Dijo que los necesitaba todos esta tarde porque se va de caza! Si no verás cuántos azotes te daré.
    Ahora mismo tía murmuró, atolondrada y avergonzada―. Opo tía, disculpe y gracias por recordarme ―la joven sacó de un mueble destartalado de gruesas tablas una caja de mimbre tejido, se acomodó en un rincón y empezó su tarea.
    Sonó la campana de llamada a abrir el portón y Pedring saltó, bajó la empinada escalera de bambú de la cocina, cruzó los jardines traseros a los del frontis de la casona y abrió el pesado portón. El mayordomo, Simeón, ya esperaba en el umbral de las puertas de entrada, en la primera planta de la casona, con grandes barrigones, un saliente soportado por grandes columnas dóricas de falso mármol que encubrían los postes gigantes de molave que sostenían toda la segunda planta.
    El bata, Domeng, el mozo de mandados y ayudante de Pedring, ya se encontraba al lado del macizo portón principal de fierro. Por su corta edad no tenía fuerza para abrir el portón, pero su jefe lo hizo y la Condesa de Chinchón entró con violencia, bufando, los cascos pegando fuerte, asustando al niño y llenando el aire con espirales de polvo.
    Íñigo Sánchez soltó una carcajada al ver la cara espantada del niño y el esbozo de una mueca en el rostro de Pedring que el sirviente reemplazó al segundo con su acostumbrada expresión indefinida, los ojos dirigidos al suelo y las patas del caballo. Pedring cerró el portón y siguió al jinete, que se acercó a las puertas de entrada antes de bajarse del caballo. El niño siguió a Pedring, esperando que este le diera alguna tarea.
    La Condesa ha corrido mucho y está acalorada, quítale la montura y dale una cepillada, y mójale las patas.
    ―Sí señorito asintió Pedring, y se llevó la Condesa a la cuadra, seguido siempre por Domeng.
    Buenas tardes, don Iñigo ―la saludó Simeón―. La señora Florencia y la señorita Cecilia lo esperan en el salón de visitas.
    Íñigo había pasado por la puerta de servicio de madera, que era la entrada de personas, que formaba parte de la entrada grande y macizo que se abría para que pasaran carruajes o carromatas. Ahora estaba en el zaguán, un recinto enorme con piso de mármol. A su derecha, tres peldaños, también de mármol, llevaban a doble puertas de madera oscura tallada. Detrás de las puertas, una meseta de mármol, o descanso, y una gran escalera de un ancho de dos metros y que conduce a la caída, tres metros más arriba, en la primera planta de la casona. Las escaleras eran de la misma madera tallada con el motivo de dragones estilizados. A su izquierda estaba el gran espacio donde se guardaban un carruaje y dos carromatas, además de dos andas, una de Nuestra Señora de los Remedios, y otra de Santa Rosa de Lima. Las dos estaban cubiertas de lonas para protegerlas del polvo y mantener sus decoraciones en pan de oro relucientes. Las estatuas estaban guardadas en el cuarto de la madre de Cecilia, doña Teodosia.
    ―Gracias ―repuso Íñigo Sánchez―. Me pasa cepillo por las botas. Y lo hace bien, ¿ah?
    El mayordomo miró tras de sí donde esperaba otro bata de unos quince años, Felipe. Felipe, las botas del señorito Felipe ya llevaba el cepillo y rápidamente lo pasó por las botas que el señorito levantó, primero uno y después el otro.
    Pero no solo Felipe brindaba el servicio; Simeón llevaba otro cepillo, más fino, con el que repasó el traje de montar del castila para quitarle el polvo y las pelusas y otras materias que abundaban en el aire y se pegaban a la vestimenta de los jinetes. Esto demoró solo unos segundos, tras lo cual, sin dar las gracias, el castila subió a zancadas la escalera de a tres peldaños y llegó a la caída, su umbral enmarcado por arcos góticos conopiales, donde esperaba la señora Florencia, vestida de elegante y airoso traje mestiza, su esbelta figura reflejada en dos grandes espejos venecianos que decoraban la entrada al interior de la elegantísima casa, cada espejo flotando sobre una mesa dorada estilo Luis XVI, decorada con una caja reluciente de plata en que las damas podían depositar sus guantes, que incluso en Filipinas con todo el calor se usaban, sobre todo en la época de collas, tormentas de lluvia que podían durar meses enteros, cuando las damas de más edad eran aquejadas por molestias reumáticas en las manos. Del cielo pende una hermosa araña de cristal de Bohemia, cuyas velitas se prendían solo para importantes ocasiones y visitas, como por ejemplo para la última visita del gobernador general y señora, cuando don Marcial y doña Teodosia invitaron a una gran noche de gala en su honor.
    Bueñas tardes doña Florencia, ¿cómo le va a usted? ―le saludó Íñigo con formalidad cordial.
    Muy bien, gracias, ¿y usted, don Íñigo? Pase, por favor, mi sobrina lo espera.
    Entraron en el gran salón donde minutos atrás Cecilia se abanicaba y basculaba en el Thonet. Ahora la joven estaba sentada más alejada de los ventanales, sobre otro canapé estilo Provenzal francés que hacía juego con una mesita y dos butacas, hacia el extremo oeste de la gran sala, donde estaba dispuesto otro conjunto de mobiliario de salón, con dos biombos chinos de teca laqueada que brindaban privacidad… aunque nunca tanta.
    Íñigo se aproximó a la joven, que permaneció sentada y extendió su mano hacia él. Se inclinó, tomó la mano extendida, la besó, y se sentó en la butaca más próxima. La tía tomó asiento en el canapé de antes, a una discreta distancia, y continuó su juego de solitario, aparentemente absorta por los naipes.
    Mascando buyo de nuevo, ¿eh? le dijo en voz baja a la Cecilia con fingida desaprobación.
    ¡En mi vida! le contestó, y le pegó en un hombro con su abanico. ¡No soy como tus queridas del palenque! ―musitó la joven. Los dos prorrumpieron en risillas contenidas. Doña Florencia los miró de reojo y sin inmutarse volvió a sus naipes.
    ¿Qué has hecho, bonita?
    Bueno, hubo baile anteanoche en casa de los Silveyro.
    Sí, supe que fue muy concurrido y que la familia tiró la casa por la ventana.
    ¿Por qué no fuiste? Carmenchu me dijo que te invitaron, y que ibas a asistir.
    Surgió un imprevisto. No fue posible.
    ¿Cómo que no fue posible? Debe de haber sido alguna cosa grave.
    Sí, uno de mis caballos se perdió.
    ¡Qué barbaridad! ¿Un robo?
    Íñigo sonrió para sus adentros: Soy tan buen cuentista. La verdad era muy otra. Se había reunido con el grupo de amigos en un burdel de Intramuros, tras lo cual repararon a la mansión de uno de ellos en La Ermita, donde siguieron la juerga, esta vez solo entre hombres, jugando naipes, conversando y bebiendo hasta bien entrada la madrugada. ¡Cualquier cosa para esquivar otro baile aburrido!
    No podía saberlo, así que junté una cuadrilla con mis hombres y el sargento Bonilla. Estuvimos bastantes horas recorriendo hasta que por suerte, encontramos Corbata. Un alivio porque me hubiese dolido perder a mi mejor penco.
    Uuuy, ¿tanto trabajo para encontrar un caballo nativo?
    No es cualquiera, es hijo de la Condesa y de Lanzarote, el caballo nativo más inteligente y fuerte de mis establos. Pero cuéntame del bailujan.
    No fue bailujan, don Íñigo, fue un cotillón, en toda regla. Y bailamos algo nuevo, un baile de salón encantador, se llama contredanse.
    ¿Nada de vals?
    Por supuesto que sí, también. ¿No sabes que ha llegado un buque francés y el capitán y sus oficiales están invitados a todas las mejores casas?
    Entonces me has abandonado ya por un gentilhomme en uniforme naval, irresistible, se me figura, con quien practicaste tu francés.
    Cecilia le sonrió coqueta: Pues y usted se lo merecería. Yo sé que no se perdió nada su famoso penco ―y al detectar el destello de sorpresa en la mirada de Íñigo, soltó una risa alegre―. Más bien fuiste tú quien se perdió.
    Íñigo no perdió la compostura. Cambió su posición en la silla y fingió estar molesto. ¿Y quién te ha contado tamaña mentira? Dime quién, para exigirle satisfacción.
    Nada respondió Cecilia, de repente cogida por el nerviosismo, ayer me ha comentado Soledad Eguiguren que pasando en carromata por la Escolta muy tarde, te vio a ti y a los hermanos Robledo salir del Rincón Asturiano de lo más alegres, justo cuando marcaban las diez de la noche.
    Eso fue después. Meterme en la espesura siempre me da ganas de volver rápido a la civilización Íñigo sonrió con picardía, su boca varonil, labios frescos y blanca dentadura, los ojos verdes risueños arrancando un suspiro de emoción de su enamorada, que supo muy bien encubrir con una nueva cascada de risas cristalinas. Además, Íñigo poseía una voz profunda y vibrante cuyo registro siglos después sería descrito como afín al sonido de un bajo eléctrico. Y él muy consciente de su efecto en las mujeres: ¿Y qué hacía la señorita Eguiguren a esa hora cuando debía ya estar soñando con angelitos en vez de andar en la calle como…?
    Cecilia habló bajito para que su tía no oyera. Igual, había escuchado y muy disimuladamente ladeada la cabeza hacia ellos: ―Es que nuevamente tuvo que sacar a su padre de la casa esa…
    Íñigo no reaccionó. Quince minutos más y Soledad Eguiguren los hubiera pillado entrando mientras ella sacaba a su padre.
    ―Bajemos al jardín ―se incorporó Cecilia―. Tía, hace mucho calor adentro, vamos a refrescarnos abajo mejor. Me llevo a la Perla. ¡Vamos Perling! ―la niña, que había estado operando el aventador de buri que pendía del cielo, ya estaba lista.
    Los tres se dirigieron a la galería y desde allí a la ancha escalera de piedra que llevaba al jardín que rodeaba la casona, por dos lados y hacia atrás, Cecilia e Íñigo primero y Perling unos pasos atrás. La tía Florencia se limitó a decir: Bueno, cuando suban tomaremos merienda. No demoren. Y volvió a las cartas.


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    María tenía mediodía libre los domingos y se apresuró a llegar a su casa, una choza de nipa de un tamaño algo mayor que la común, construida por su difunto padre y tío, los dos muertos fusilados en el bosque por guardias civiles cuando María tenía diez años. Allí vivían su madre, su hermano mayor Rubén de veinte años, y las mellizas, doce. Llegó temprano, a las ocho de la mañana, ya que solo debía caminar la corta distancia entre la casona y el barrio de los inquilinos. Su madre, aling Menang, la recibió con una sonrisa de contento. La hija tomó la mano de su madre, e inclinándose hacia ella la presionó contra su frente, diciendo: ¿Maáno po cayo Nanay?, y acto seguido se dieron un apretado abrazo. Hablaban tagalo salpicado de palabras y frases cortas en español. Pronto llegaron las dalaguitas, Petronila y Agueda. Su hermano Rubén estaba en el monte cortando leña.
    Después del almuerzo, María se retiró a la pieza que compartía con sus hermanas y su madre y sacó su mayor tesoro de un tampipi, un cajón de ratán: Método práctico para que los niños y niñas de las provincias tagalas aprendan á hablar castellano, de Fray Toribio Minguella, 1886.
    Su mayor pecado, era ese libro. No lo había robado: lo encontró debajo de un banco en la iglesia, y el pecado consistió en no entregarlo al cura párroco. No llevaba señas de ningún tipo en cuanto al dueño o dueña, que seguramente era el padre Baldomero. María sentía honda fascinación por los libros. En la casona había una biblioteca donde ella debía hacer el panarapo todas las mañanas, y María entraba en una especie de trance ligero, mirando las espinas detrás de los vidrios. Alguna vez Cecilia se había encaprichado con dar clases de lectura a María con un libro de cuentos cuando la señorita tenía quince y María era una mocosa de once. Pero un día repentinamente cuando María se presentó en el cuarto de Cecilia a la hora acostumbrada, la señorita le dijo escuetamente: No, María, la mamá dice que solo debo enseñarte rezos. Eso me aburre. Con eso terminaron los cuentos, y hubo de contentarse con los cuentos ocasionales de ñora Charing, que solían ser de espíritus, duendes, cafres y asuangs… cuando los amos salían de vacaciones en la gran ciudad o pasaban unos días en la playa: ―Una lástima: eres lista. Pero la mamá dice que cada uno en su lugar. Tengo hambre. Tráeme un poco de champurrado. Y le sonrió coqueta, cerrando la puerta de su cuarto.
    María tenía otro secreto: hablaba castellano mejor de lo que dejaba saber. O tal vez más preciso sería decir que entendía el idioma de los amos, del padre cura, del señor profesor, pero por su natural inhibición y extrema timidez, y más importante aún, por los consejos de su difunto padre y su hermano mayor, ella lo había ocultado siempre. Su madre le había dicho otro tanto: Ay anac co, ojalá no dejes saber nunca lo bien que hablas castila, solo te traerá desgracias. Se lo dije siempre a tu tatay, pero como bien tú sabes, el padre de usted fue un hombre con educación. Y con un apretón de los labios y una mirada de tristeza, le pasaba una mano por la cabellera abundante de la muchacha y volvía a sus quehaceres: Menos mal que eres tranquila y silenciosa.
    Abrió las tapas del libro y sintió el olor del papel. Aún le quedaba un poco de esa fragancia de imprenta. De repente entraron las mellizas.
    Qué haces Ate, vamos a buscar a Rubén dijo Águeda, una niña de grandes ojos pensativos como los de su ate, cabello castaño oscuro al igual que su hermana melliza, de rulos desgarbados que la madre mantenía cortos hasta el mentón y en cortas trenzas.
    Ella lee su libro que no tiene dibujos ―dijo Petronila, que se veía parecida a Águeda aunque ligeramente más alta y más robusta, y con el pelo igualmente rizado y trenzado. Las dos niñas vestían blusas blancas sencillas de sinamay con mangas que cubrían los codos, y faldas oscuras que llegaban un poco encima de los tobillos. Andaban descalzas ya que estaban dentro del bahay, pero al bajar al suelo se ponían alpargatas de buri. Vamos Ate, que Rubén ya viene.
    Pronto las tres llegaban a las proximidades del gubat, la jungla. Eran las tres de la tarde y los últimos arrozales ya quedaban atrás. El camino, ya endurecido por los calores, tenía dos surcos y estaba abultado en el medio. A lo lejos vieron a Rubén emerger de la espesura, montando un carabao que arrastraba una balsa de cinco o siete palos largos, a los que estaban atados unos ramajes de árbol secos. Lo acompañaban dos perros que estallaron en ladridos alegres y se lanzaron a correr hacia las hermanas. Rubén levantó un brazo en ademán de saludo. Vislumbraron la blancura de la sonrisa contra la piel tostada de su cara. Llevaba a la cintura su bolo, para cortar leña de menor tamaño.


*******


     El pueblo de La Piedad, donde acontece nuestra historia, quedaba a una hora a caballo rápido de Manila y dos en carruaje a paso decoroso. Estaba al sur de la gran ciudad, hacia Cavite pero más al interior. Se fundó como visita de los padres recoletos en el siglo XVII y el otorgamiento de varias encomiendas dio pie al surgimiento de grandes haciendas con sus necesidades de mano de obra, entradas y salidas de productos y materiales, lo que atrajo a pobladores y comerciantes de la zona manilense. La hacienda de mayor tamaño era la de la familia Robledo Barrera, seguida por la de la orden de Recoletos, que era dueña también del suelo de La Piedad, y por lo tanto, todas las familias que vivían allí en un principio eran sus arrendatarios, incluidas las familias que eran o dueñas o parientes de los grandes hacenderos. Casi todas las familias dueñas de haciendas tenían casa en La Piedad. La familia Garchitorena Ruiz era importadora de maquinarias e implementos agrícolas, además de exportadores de tabaco y azúcar.
     Íñigo Sánchez tenía casa en Manila, en el arrabal de Santa Cruz, pero su negocio, la crianza de caballos, lo llevaba con un socio, Pedro Morales, y dos hermanos hijos de criollos, Cirilo y Parmenio Robledo, médico veterinario y agricultor, respectivamente. El pretendiente de María Cecilia Garchitorena era andaluz, oficial de ejército que decidió retirarse y probar fortuna en el archipiélago, junto a su amigo Pedro Morales de la Hoz, también oficial como él, aunque castila de pura cepa. Habían considerado Cuba inicialmente, pero escucharon que ya había muchos criaderos y poco espacio para crecer, además de que los cubanos eran de carácter fuerte y hacía décadas que la fiebre de independencia había prendido. Decidieron que Filipinas serviría mejor dado que Íñigo estaba muy bien vinculado con ciertas familias políticas y religiosas, el país era tranquilo y los indígenas tenían fama de ser en su mayoría de carácter dócil y maleable frente al español.
     El criadero de caballos estaba situado en un paño de la gran hacienda Santa Rosa de Lima de los Robledo. En la casona principal vivían los padres, abuelos, tíos y tías solteros, Cirilo y Parmenio y dos hermanas menores. Otras dos hermanas ya estaban casadas y vivían con sus maridos e hijos en Extramuros. Los hermanos mandaron a construir una segunda bahay-na-bato para oficinas y alojamiento para Íñigo Sánchez, Pedro Morales y otras visitas ya que a menudo era necesario pasar semanas enteras en el campo. Esta bahay y el criadero llevaban el nombre La Yeguada.
     Durante la noche de jolgorio en Intramuros, cuando por poco la señorita Soledad Eguiguren se topaba con Íñigo y los Robledo en el burdel más exclusivo, el secreto a voces de la ciudad donde solo entraban castilas, europeos y visitas principalísimas, los cuatro jinetes sobre sus cabalgaduras briosas decidieron volver a La Yeguada a toda carrera. Era una noche de luna nueva en el mes de diciembre cuando ya no llovía y los caminos en su mayoría estaban en buen estado, serpenteando por el campo, subiendo y bajando lomajes, cruzando puentes de mediano tamaño o riachuelos poco profundos y pozos vadeables. A las diez de la noche ya no había transeúntes ni vehículos y los cuatro podían cabalgar a toda velocidad. Cruzaban silenciosos bosques en completa oscuridad, que los indígenas evitaban entrar de noche, presos del terror por los espíritus malignos, los duendes, cafres, asuang, tikbalang, criaturas que a los castila les tenían sin cuidado. Ellos habitaban un mundo muy distinto, de reglas sociales, protocolos de rango y jerarquía, y eran los señores del mundo de la indiada, era su escape de los rigores de vida social filipina, más primitiva, menos estimulante que los mundos donde acostumbraban a moverse en Europa, pero cabalgar en medio de aquella naturaleza exuberante, algo amenazante porque los montes casi siempre albergaban remontados, les llenaba el espíritu del placer de la libertad, la vitalidad de la juventud y la euforia del coñac. Se hablaban y llamaban a gritos y a carcajadas.
     Pasado el camino que llevaba al pueblo, penetraban de nuevo en el bosque, el mismo donde días después las tres hermanas irían al encuentro de su hermano Rubén. Allí el camino había sido rellenado con sucesivas capas de tierra para que quedara más seco y nivelado, por lo cual estaba algo elevado en relación al suelo del bosque. Y a los costados del camino, siempre al acecho, la espesura del matorral y la arboleda.
     Íñigo llevaba la delantera cuando a cierta distancia, divisó la figura de lo que le pareció era un campesino. Entonces le sobrevino un capricho de darle un pequeño susto al caminante. Este era una sombra oscura cuya cabeza estaba envuelta en un pañuelo de color rojo vivo, que Íñigo alcanzaba a notar a la luz de la luna. El caminante vio que el jinete galopaba hacia él y se hizo a un lado para esquivarlo. Entonces Íñigo redirigió la Condesa hacia el mismo lado. De repente, para su sorpresa, la figura se desvaneció en la oscuridad. Desconcertado, Íñigo se detuvo en seco. La Condesa hizo un medio giro por la fuerza del repentino tirón de las riendas pero casi al instante se quedó inmóvil, en una demostración de rapidez, extremada movilidad y obediencia que no pudo sino darle un escalofrío de placer a Íñigo en medio de su turbación. Los otros lo alcanzaron y Pedro le gritó: ¡Qué pasó hombre, adelante, que ya llegamos!
     Íñigo guardó para sí su desconcierto. Había esperado que la sombra seguía convencido de que se trató de un campesinoexclamase algo, un ¡Huag po!, un ¡Ay! Pero nada, ninguna señal de que se alarmara por el jinete que le hacía una chanza, una ofensa a su dignidad, pero que para Íñigo Sánchez, borracho de privilegios y prerrogativas que reducía al indio a un juguete, no tenía prácticamente realidad. Un caballo árabe le valía más que un país lleno de indios…